www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
  Parte 2/2
 
Motivos para liberar al güije
El pintor Andrés Puig, de la llamada 'Generación de la Esperanza Cierta', acaba de inaugurar una exposición en Madrid.
por SUSET SáNCHEZ, Madrid
 

Puig regala sus ficciones, las reminiscencias de imágenes que encarnan sus experiencias pretéritas. Sin embargo, también advierte sobre la agonía de la fantasía, del modo íntimo de convivir con el pasado sin la sofisticación de la cultura occidental. Posiblemente esté convidando a una comunión más directa, menos razonada, tal vez más pura, con aquellas marcas históricas y míticas que poseen, aun en medio de la indiferencia de muchos, las sociedades actuales.

Un nombre preso en el olvido

En la Isla, la firma de Puig es tan sólo un sonido apenas escuchado en un medio cultural que sufre las marcas amnésicas de una memoria reciente bastante efímera y liviana. Quizás porque el olvido representa en ciertos contextos la sabia opción de la subsistencia; tal vez porque la rebeldía es traducida por los imaginarios oficiales a partir de zonas de vacío y silencio que pocas veces alcanzan a ser colmadas por la reivindicación.

Puig es de esos artistas que pueden ubicarse dentro de lo que se ha dado en llamar en la Isla "la Generación de la Esperanza Cierta", que se definió hacia la década de los setenta con las primeras promociones de la Escuela Nacional de Arte (ENA). Aquellos jóvenes se convirtieron entonces en la vanguardia plástica del país, mostrando por lo general un tipo de expresión y discurso que retomaba las preocupaciones identitarias que habían planteado las primeras vanguardias del siglo XX cubano.

A todo el fragor que constituyó en la primera década posterior al triunfo revolucionario, el enfrentamiento de muchos artistas visuales a las incomprensiones del poder en cuanto a los lenguajes contemporáneos de Occidente, los de la "Esperanza Cierta" sumaron una nueva manera de comprender los conceptos en torno a la nacionalidad y la condición del "hombre nuevo".

La obra de Andrés Puig, que ha transitado por diversas etapas formales y lenguajes, no ha cesado de buscar maneras de representación en las que la sencillez hable de la condición humana, sin los afeites de la sofisticación de la pose social. Incluso en una de sus primeras obras memorables, un retrato de José Martí que recuerda el quehacer pictórico de Carlos Enríquez —por el tratamiento de las transparencias y las soluciones que estas dan a una superposición de planos en los que se confunden el fondo y la figura—, se percibe la intención de naturalizar al héroe, de suavizar el mito e integrarlo simbióticamente al paisaje bucólico que le rodea.

En otras series, sin embargo, las referencias a las pinturas negras y los aquelarres de Goya resultan insoslayables, ya que el artista subraya la atmósfera expresionista que se mantiene como una constante en su poética. En esas obras, el barroquismo logrado por la profusión de rostros distorsionados y macabros, es redimensionado por el uso cromático de los ocres, el rojo y el negro. El dramatismo que encierra la composición y la tensión creada entre las figuras que la componen, así como la acentuación "grotesco expresiva" del cuadro, metaforizan la continua búsqueda de este creador, entregada casi siempre al análisis acucioso del hombre y de sus paradójicas conductas.

Quizás, esa capacidad de percepción intrínseca y diáfana, se la haya entregado la propia comunión con la naturaleza que le legó su vida campesina en los orígenes, y que le ha llevado a retornar al monte ya en la madurez, como un personaje que pertenece a la tierra y a las plantas, como un güije, aunque en este caso amable, sin la picardía y las travesuras comunes a estos seres legendarios del folklore rural.

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