Resulta interesante, además, contrastar las diferentes versiones de carteles realizados para una misma obra cinematográfica; o las soluciones técnicas aportadas por los autores en la representación gráfica de carteles de películas extranjeras, algunos imprescindibles ya en la historia de la gráfica isleña, tales como Harakiri (1964), de Reboiro, hecho para promocionar el filme homónimo del japonés Masaki Kobayashi.
La pérdida de una tradición
Este libro se convertirá, tal vez, en un objeto fetiche para coleccionistas, quizás los mismos que en un gesto furtivo arrancaban de los muros de la calle 23 los carteles de las últimas películas cubanas. Ese compendio de imágenes y sonidos siempre aguardado con fruición por los espectadores, y prolongado como recuerdo en las paredes íntimas de las casas, como artilugio para la adoración de directores, actrices, escenas; o tan sólo como estrategia para el encubrimiento del descorchado causado por la humedad que se extiende desde el apartamento de la vecina.
Porque los carteles que han acompañado al cine en Cuba han sido reliquia de fanáticos, piezas de coleccionismo para los amantes de la buena serigrafía; pero también un simple trozo de papel "bonito" para el ocultamiento de la miseria, el envoltorio de la pizza comprada en la esquina y devorada mientras se prolongaba la espera en las interminables colas de los Festivales del Nuevo Cine Latinoamericano, o el aislante entre la inmundicia del suelo en los portales del Payret y el pantalón blanco de la joven que estrenaba atuendo para ver la última cinta de Titón.
De todos modos, aunque el cartel de cine en Cuba —tanto de ficción como documental— se encuentre en esa frontera difusa que implica la pérdida de una tradición, El cartel de cine cubano. 1961-2004 viene a recordar que hay muchísimas imágenes inolvidables: las ilustraciones de Muñoz Bachs para películas de Julio García Espinosa, como Aventuras de Juan Quinquín, Juan Carlos Tabío (Plaff), Fernando Pérez (La vida es silbar), Juan Padrón (Vampiros en La Habana); la hábil construcción de metáforas gráficas por parte de Rostgaard (La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea); las soluciones en base al tratamiento de la foto quemada, que ha devenido uno de los rasgos estilísticos de la cartelística cinematográfica cubana, tan habitual en las obras de Azcuy (Rita, documental de Oscar L. Valdés; Los sobrevivientes, de Gutiérrez Alea), entre tantas otras.
Por otra parte, este libro muestra incluso curiosidades que insertan el cartel en los predios de la pintura cubana, de la mano de artistas como Servando Cabrera Moreno, Raúl Martínez, Flora Fong, Zaida del Río, Alicia Leal; demostrando con ello las diferencias de propósitos discursivos que implica la creación de un cartel, y que algunos de estos artistas no han podido resolver al tratar de extrapolar su poética habitual a un medio distinto.
Se trata de un libro vasto que proporciona una mirada nada parcial, sino crítica y diversa en torno a una producción simbólica que ha puesto muchas veces la manzana en la cabeza del padre, superando con creces, en ocasiones, el valor de la obra de referencia.
Una edición de lujo que nos enfrentará a la nostalgia de aquellos tiempos de paredes cubiertas con verdaderas obras arte, a los paseos por una tradición que repercutió sin forcejeos en un público medio, popular, que iba en busca del cine alentado por las imágenes de sus carteles, logrando una capacidad de convocatoria que pocas veces una expresión plástica ha alcanzado en la sociedad cubana. |