En su novela Ada or ardor, publicada en 1969, Vladimir Nabokov imagina una especie de planeta, Antiterra o Demonia, cuya geografía combina los rasgos de Rusia y Estados Unidos. En Antiterra (nombre que el novelista ruso-norteamericano toma del olvidado sistema de Filolao) todo sucede con al menos cincuenta años de anticipación en comparación con la Tierra, un extraño mundo cuya existencia no está del todo probada.
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Vladimir Nabokov, novelista ruso-norteamericano (1899-1977). |
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El área que llamamos Rusia ha sido conquistada centurias antes por los tártaros, mientras que América está colonizada por rusos, ingleses y franceses. Los períodos históricos también han sido mezclados, y aunque la historia narrada ocurre a finales del siglo XIX y principios del XX, en Demonia conviven las mansiones campestres de Chéjov y Jane Austen con teléfonos, aviones y rascacielos modernos.
La realidad, ya se sabe, gusta a veces de imitar al arte. Circunstancias capaces de retar la imaginación más ferviente provocaron que entre 1970 y 1989 la URSS fuera invadida por una multitud de estudiantes cubanos que protagonizaron un insólito Bildungsroman de la Guerra Fría. Verlos atravesar la Perspectiva Nevski o la Avenida Kalinin encogidos de hombros y arrebujados en sus precarios abrigos era una prueba rotunda de hasta qué punto la política consigue a veces violentar la geografía. El resultado: adolescencias injertadas en un antimundo real que al final terminó siendo, como el imaginario territorio que se inventa Nabokov, una rara combinación de Rusia y Norteamérica.
Un cubano crecido en esos años, enviado a estudiar a cualquier punto de la vasta geografía soviética, debía poner en marcha un complejo proceso mental para hacer coincidir el imaginario de sus padres, crecidos en la década del cincuenta (el béisbol, la mafia, los rascacielos frente al Malecón), con la austera imaginería de la utopía (la planificación quinquenal, la sociedad rebajada a modelo apicultor).
Capitalismo y socialismo se convertían así en una especie de amalgama simbólica, donde nuestros protagonistas abrevaban el abundante kitsch-póshlust segregado por las dos glándulas constitutivas del imaginario político de la Guerra Fría. Imaginario que todavía fascina a numerosos turistas de la política travestidos de antropólogos amateur: hipnóticos admiradores de una sociedad que en realidad recuerda otra novela de Nabokov, Invitation to a beheading, donde la administración, repleta de pompa y retórica, apenas necesita oprimir a los ciudadanos porque todos, salvo un número ínfimo de disidentes, aceptan con alegría la verdad transparente de lo vulgar mientras un verdugo que parece salido del Grand Guignol exige "esa atmósfera de efusiva camaradería entre el ejecutor y el ejecutado, que es tan preciosa para el éxito de nuestra común empresa".
La etiqueta multicultural
La manera en que una cultura profundamente americanizada como la cubana se fue "rusificando" poco a poco obligaría a interpretar "lo cubano" como un tercero incluido en la liza simbólica entre dos imperios que hicieron su irrupción apocalíptica en la escena de la llamada "Crisis de Octubre".
Mientras que la experiencia cubana en Estados Unidos cuenta con varios ensayos emblemáticos (baste citar dos títulos de Gustavo Pérez Firmat: The next year in Cuba y Life on the Hyphen), la experiencia rusófila de los cubanos sigue esperando el ensayo que detalle los entresijos de ese choque cultural y le devuelva al "palavina" (en ruso, "medio": apelativo con el que los cubanos describían a un ser híbrido, de madre rusa y padre cubano, o viceversa) su honor perdido por culpa del chovinismo criollo.
El asunto tiene un indudable filón novelístico: Jesús Díaz lo aborda en, al menos, dos novelas: Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel. De muy diferente manera, este mismo tema, convertido en una nueva mirada, sostiene dos novelas de José Manuel Prieto, Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, que algunos críticos incluyen dentro de una literatura "postnacional" o "transnacional". |