www.cubaencuentro.com Viernes, 16 de mayo de 2003

 
  Parte 1/3
 
El libro de la vida trágica
'Del cautiverio', del periodista y narrador español Manuel Ciges Aparicio, es una vieja deuda pendiente de las editoriales cubanas.
por JORGE A. POMAR, Colonia
 

En 1936 las hordas franquistas cegaron la vida de dos prestigiosos intelectuales españoles estrechamente relacionados con Cuba por la doble circunstancia de haber pasado por la Isla y dejado constancia escrita del hecho en sus textos. El primero —ya el lector lo habrá adivinado— fue Federico García Lorca (1898-1936), cuya influencia se puede rastrear en la obra de algunos poetas cubanos de la época. De hecho, la influencia del vate
San Carlos
Fortaleza de San Carlos de la Cabaña.
andaluz sería determinante en el estilo posterior del extinto "poeta nacional" Nicolás Guillén, por citar acaso a su deudor más famoso. A pesar de la brevedad de su estancia en Cuba, el célebre autor de Iré a Santiago fue y sigue siendo objeto de estudios y honores en nuestro país. A justo título el teatro lírico más importante del país lleva su nombre.

En cambio, el novelista y periodista extremeño Manuel Ciges Aparicio (1873-1936) es casi un desconocido en Cuba y, que sepamos, la última edición de obras suyas en España data del año 1985 y lleva el sello de la Caja de Ahorros de Alicante y Murcia. Aunque coetáneo de García Lorca, que por su énfasis en las búsquedas e innovaciones formales pertenece a la Generación del 27, Ciges hace gala en su novelística de una prosa clásica finisecular más bien utilitaria, de marcada vocación social, o sea, transida de esa angustia por el ocaso y el destino de España característica de la Generación del 98.

La estancia en la Isla del joven sargento Ciges fue mucho más dilatada y dramática. El suyo no fue un viaje de placer, sino un continuo calvario sufrido entre las dos astas de una de las horquetas más funestas en que puede engarzarse el destino de un ser humano: seis meses de guerra en las filas de un ejército colonial español en plan de guerra total —cuyos usos y abusos ya venía censurando en la prensa desde antes de su llegada a Cuba— y dos años, largos, de prisión bajo pabellón español en La Cabaña. Los acres reportajes que envía a la Península desde los asolados campos cubanos enfrían el patriotismo de la opinión pública peninsular al poner al desnudo la crueldad de los métodos de guerra aplicados por el marqués de Tenerife (Valeriano Weyler) en 1896, en cumplimiento de la consigna de "hasta la última peseta" dictada por el Gobierno de Cánovas del Castillo. En particular, su apasionada denuncia del genocidio de la Reconcentración le cuesta al joven sargento un consejo de guerra por alta traición y el consiguiente encierro en La Cabaña hasta la capitulación española en 1898.

Ya en libertad, publica en 1903 Del Cautiverio, primera parte de una tetralogía que incluye Del hospital (1906), Del cuartel y de la guerra (1906) y Del periódico y de la política (1907). Del cautiverio clasifica hoy como novela-testimonio. En unas 300 páginas (a diferencia de Lorca, escritor de vida y temperamento amargo y sombrío) rememora sus años de reclusión preventiva en La Cabaña. Curiosamente, a la usanza actual, el reo político Ciges Aparicio comparte galera con lo peor de la nutrida arribazón de mala vida llegada a la Isla con y a la zaga del mayor ejército que jamás cruzara el Atlántico antes de la expedición de Normandía. El resultado es un trepidante relato a medio camino entre el testimonio, la picaresca y la literatura carcelaria. Por la crudeza de los detalles ambientales, Del cautiverio se anticipa a Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, novela con la que compara sin desmedro. Si bien aquí el autor-protagonista registra en primera persona lo que ocurre a su alrededor evitando en lo posible —como los actuales presos de conciencia cubanos— cualquier implicación en los sórdidos acontecimientos. Por otro lado, tampoco existe propiamente una trama central más allá del hilo conductor de la sobrecogida subjetividad autoral, que se abstiene de toda generalización teórica dejando al lector sacar sus propias conclusiones. La crítica es, pues, más implícita que explícita. Algo que en su momento Luis Morote (el periodista de El Liberal que se buscó una corte marcial en la manigua por su irrespeto hacia el generalísimo Máximo Gómez) le censuró, pero que a los ojos de la modernidad constituye su mejor aval.

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