www.cubaencuentro.com Jueves, 31 de julio de 2003

 
   
 
Apocalipsis en Miami
Estrenada por Abanico Productions, bajo la dirección del cubano Ernesto García, 'El celador del desierto' apuesta por la fijeza corporal propia del teatro.
por ALEJANDRO RíOS, Miami
 

Después que las torres del World Trade Center se desintegraran como un fatídico juego de Lego a la vista de todos. Cuando mentes enfermizas pudieran tener acceso al devastador poderío nuclear para chantajear el curso natural del mundo que conocemos y tanto se ha especulado —en la literatura primero y en el cine después— con la desaparición de la humanidad y la posibilidad de unos pocos sobrevivientes a la hecatombe. ¿Qué nos hace asistir a una puesta teatral intensa, filosófica, de escasos recursos enaltecidos por la imaginación, casi dicha en versos, sobre un tema similar? ¿Será posible competir con lo que la mente del lector solitario puede ir diseñando llevada por los artilugios de la (ciencia)
Celador del desierto
Sandra García y Grettel Trujillo: voces de trueno en 'El celador del desierto'.
ficción literaria? ¿Vale la pena jugarse el todo por el todo con una puesta en escena que no repare en terminators y "matrices recargadas", universo de infinitas posibilidades visuales, donde los llamados efectos especiales protagonizan y los actores pueden ser bellos y seso huecos sin menoscabar la magia de ver y casi creer?

Ernesto García, quien escribió, dirigió y musicalizó, entre otras labores, El celador del desierto, estrenada en Miami por Abanico Productions, apostó por la fijeza corporal propia del teatro —privilegio vedado a otras manifestaciones artísticas—, y por el duelo físico y verbal de sus dos actrices protagónicas: Sandra García y Grettel Trujillo.

Cuando las luces se apagan y comienza la jornada aciaga de El celador del desierto y sus impenitentes inquisiciones, sospechamos que seremos los pasajeros de un "road-teatro", un viaje con diversas estaciones, sin movernos de nuestros asientos, embriagados no sólo por su espectacularidad de cámara, discreta, sino, sobre todo, por el embrujo de las pasajeras-contendientes, una cínica anciana sabia y represiva y la joven Magdalena, escapada de las páginas bíblicas, dispuesta a sobrevivir a toda costa.

La impronta discursiva del texto recuerda la penumbra teórica, donde los artistas cubanos de los años ochenta guardaron a buen recaudo sus ansias de libertad. Detrás de cada complejidad deliberada se ocultó una necesidad insatisfecha. Hasta cierto punto, El celador del desierto, al argumentar el futuro pesaroso, está elaborando el revival de una insólita década prodigiosa, donde la infidencia devino expresión artística en medio de la represión cotidiana que le dio por jugar a libertad en una operación de relaciones públicas abortada, con exilios, prisiones y clausuras de eventos.

La obra es la experiencia del autor traducida a un retablo de especulaciones posibles, y la de cada espectador, escarbando en los desperdicios nucleares respuestas a interrogantes universales. Hay una voluntad de aliviar el diálogo heavy con desplazamientos casi danzarios de las actrices. El énfasis al decir casi pertenece a la ópera. El personaje de García, consciente de su poder corruptor sobre la vulnerabilidad del de Trujillo, llamado a evolucionar y envalentonarse en cada provocación.

Es una fiesta para los sentidos disfrutar dos maneras distintas de aproximarse a la actuación. Sandra García domina los recursos faciales y presenta como nuevos, lugares comunes que emplea totalmente a su favor. Grettel Trujillo descansa en sus ojos de asombro y se mueve con notable plasticidad. Ambas ostentan voces que truenan y circulan límpidamente en el espacio teatral.

El celador del desierto es un fogonazo que encandila el panorama teatral de Miami, mas entrenado en ciertas convenciones y costumbres. El placer que proporciona está endeudado con la poesía, en términos de imágenes y sensaciones. Cuando se apagan las luces del teatro comienza la otra función, donde tratamos de ordenar metáforas y rumbos sugeridos. Cada cual llegará a su propia conclusión en el ejercicio que, tal vez, más complazca al dramaturgo, ciertamente complacido de que nos hizo partícipes, por un tiempo, del ámbito de sus más caras inquietudes.

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