Creo que el síntoma de los tiempos que corren no es el apocalipsis sino la revelación: nos estamos enterando de todo. Los buenos no eran tan buenos, ni tan desvergonzados los malos; el poder tenía más fisuras de las que habíamos imaginado y los prestigios se relativizan o reptan por los suelos. La civilización, las buenas maneras, la alta cultura, resultó no ser más que un caro barnicito que en condiciones de supervivencia puede desembocar incluso en el canibalismo.
Son tiempos impúdicos. Una suerte de punto de llegada de la historia humana que nos obliga a la autenticidad: nada vale ser hecho si no satisface nuestra propia individualidad. Por eso también creo que son los mejores en que ha transcurrido la humanidad. Nuestro presente es más interesante que la edad de oro de Hesíodo, o el siglo XV florentino, o el enjundioso siglo XIX, la belle epoque, la edad del progreso que tanto admiraba Borges.
Pero en este "striptease" cósmico donde pululan las verdades, sólo pueden encontrar sentido quienes están dispuestos a acudir al llamado de su karma. La felicidad ya no es una garantía constitucional sino personal, depende menos de la política que de la ética.
Es en esta sensitividad que me gusta descubrir el cuaderno Tantra tanka (Editorial Betania CCCNY, Madrid, 2003), del poeta Arístides Falcón, que nos reporta un goce meridional aderezado en formas tántricas ya familiares en esta suerte de romanticismo postmoderno. El destino del poeta, lo poético como destino, advino para Falcón en un raro itinerario: La Habana, Miami, Manhattan, Deli o Calcuta. Fue al final del periplo que aparecieron estos quasares poéticos, cuerpos de cinco versos y métrica casi perfecta, que reclaman la trascendencia en una meditación de físico "originismo". El cuaderno es palpable, cristalino, elusivo también.
Un canto a la especie
Tantra tanka es un canto a la especie, a ese fino animal que nos crece y hacemos crecer en dualidades amatorias. Hay hedonismo y recato, pudor, velo, que son las formas sutiles en que se expresa la más desesperada sexualidad. Si tuviera que destacar un atributo esencial de este libro optaría por la delicadeza; esa misma que caracteriza el diálogo del autor, quien suele disfrazar sus charlas con un atrevimiento que sólo entiendo como el cometa de una flor.
La dualidad es una clave en el universo poético de Falcón, una cifra que renace en el vacío y en la multiplidad, un guarismo que padece en lo efímero la necesidad de infinito:
"Unidos allí
en el singular de ambos
exentos del yo y
plural en el nosotros.
Nada que los iguale".
Conocí las primeras líneas de Tagore en traducciones de Zenobia Camprubí (¿cómo pudo florecer tan fino empeño junto a la soberbia estética de Juan Ramón Jiménez?); la paz del sabio, la inexorabilidad, el doble y unitario empeño del amor. Es lo que veo, lo que deseo ver en las oraciones del poeta de Tantra tanka:
"En ese estarse
absortos, plenos de sí,
son pletóricos.
Destruyen sus distancias.
Retienen el éxtasis".
Con estas contribuciones, la literatura en lengua castellana se está consagrando como una patria, un puerto donde caben todas la ciudadanías y cada uno de los exilios. Arístides Falcón deja su casa en La Habana, su jardín en Miami, el metro de la gran ciudad y funde las estaciones en el ciclo de la montaña centroasiática. Su libro es un enigma: merece más que una lectura un trato amable y una admiración sostenida. |