Toda invasión bárbara deviene colapso, se vuelca en salvajes zarandeos de terremoto. Trauma doble: social para los receptores de la avalancha (los lugareños y sus jefes) y psicológico, de vísceras, para los forasteros, quienes sabrán muy de cerca el dolor de la pérdida y la inconsistencia de lo nuevo.
Balsas de neumáticos, pateras, camisas mojadas, pasaportes falsos, son diversas maneras para el escape. Los emigrantes cubanos tienen ilustre expediente de la invención —brazadas suicidas en mares infectados de tiburones, embalajes, trenes de aterrizaje, depósitos de barcos camaroneros, avionetas de fumigación—. Mientras se escribe el más suculento ensayo histórico de una peregrinación forzosa que lleva casi medio siglo, siguen concitándose en nuestra literatura fragmentos de esta tragedia.
Uno de esos eventos, quizás de los menos observados, es el episodio de la emigración a Suecia a principios de los noventa. Remota en el planisferio, la nación escandinava se incluye dentro de las líneas saetadas que han ido marcando esa trayectoria de lo que muchos llaman, eufemísticamente, la diáspora. En ella centra su última novela Antonio Álvarez Gil, residenciado en Estocolmo, y que tiene una notoria hoja de servicios en lo que a las letras cubanas se refiere, a pesar de estar alejado de los circuitos de las grandes editoriales.
Delirio nórdico (Sevilla, Algaida Editores, 2004) acaba de erigirse en el LI Premio de Novela Ateneo-Ciudad de Valladolid. Se nos hizo apremiante su lectura no ya por el hecho formal, discursivo en sí, tratándose de que Álvarez Gil esgrime con destreza su prosa y sabe por donde conducirla sin mucho riesgo; era tan o más sustancioso el tema, casi virgen en tanto que Suecia, para mucho de nosotros, es sólo el helado país natal de los almacenes IKEA y de un cuarteto de baladas harto conocido.
Por ello el autor, testigo viviente de esta otra crónica del desespero cubano, en la búsqueda de estrategias para revelarlo, tropezó con el mejor aliado narrativo: un texto correcto, que engancha en sus primeras páginas por lo que de pregnante tiene siempre el tópico para quienes hemos experimentado situaciones parecidas. O para quienes, menos afortunados, aun sin ejecutarlas las han soñado.
Un 'hueco negro'
Es la historia de Ernesto, escritor cuyo nombre le vino de una feliz circunstancia: nació el día del triunfo revolucionario, en el seno de un hogar enardecido por la epopeya de los rebeldes, y en medio de la ciudad de Santa Clara, que muy pronto corrió la misma suerte de muchos pueblos y asentamientos de la Isla en armas: perder casi hasta el nombre canónico por la rabia atea con que los nuevos estadistas la emprendieron frente a todo lo que tocaban. El abuelo, devoto del Che, tras ser expropiado con idéntico desenfado renovador de su concesionaria de automóviles, se marchó a vivir a la Florida. |