Cuatro personajes absorbidos por la asfixia de tanto aire, de tanta belleza bucólica, de frutos, aguas cristalinas, cómplices fieras salvajes. Fetiches: un tambor de cuero, una serpiente, un lago artificial, un par de alas como regalo de cumpleaños. La familia. Ionización, fricciones, celos, candor, despegos, libaciones, sexo. Cuatro seres que desmitificarán el beatus ille cristiano. El paraíso que ha dibujado Alberto Lauro como ruedo de su novela En brazos de Caín (Madrid, Odisea Editorial, 2004) es eso: misantropía, misoginia, incesto.
Texto poco denso en su edificación, a pesar de sus adherentes grumosos, ya que no se trata de una expresa linealidad narrativa, pues los sucesos tienen menos importancia que las introspecciones de cada personaje. No fluye como relato: hay demasiados meandros que impiden un cauce consistente; meandros mentales que sin embargo le confieren la ligereza.
Es un libro de la mente, de la prevaricación y el acecho humanos. Más significativo es el pensar de Eva, en el protofeminismo que ahogan los tres varones de casa, que la descripción de sus explosiones esquizoides. Más interesante la obsesión fatrierótica de Caín, que sus rutinas en valles y sembradíos. Flota débil sobre la novela la anémica presencia física de Abel y su dejadez, frente a la consistencia psicológica de su discurso de la laxitud y la frivolidad: ¡el primer fashion boy de la historia!
Punto y aparte para el menos diseñado de todos: el patriarca Adán. Espantapájaros, pusilánime, es la chatarra de la familia. Objeto de burlas constantes y de la zafiedad de una Eva voluptuosa que lleva los pantalones. Vergüenza de sus vástagos, demasiado entretenidos en su jornal y en los revolcones de sudor y semen. En su silencio está el principal decreto dramático: la enunciación tajante de la crisis del falocentrismo. Apañarse entre malezas dos hermanos es toda la reverencia que se le brinda al macho. La voracidad de Eva, ya en decadencia, enviciada, levanta más simpatías que la nulidad de los hombres.
Cuando más hemos visto erguirse la figura adánica es en dos oportunidades: cuando prepara durante una semana el discurso conciliador que regurgitará frente a su prole, invitándoles a cenar cordero cuando en realidad lo que ha cocinado es pollo, otra vez. Su indefensión como protagonista recibe la cólera de la mujer y el desinterés de los hijos. No pasa de pésimo demagogo, pertrechado en el servilismo. Gestiona mal las cosas, es un ser inservible, nulo. |