La jugarreta con el estatuto del autor puede funcionar para quien decide asumir que se trata de una novela, pero si partí afirmando que este libro no era una novela, y si su componente esencial es la minuciosa bilis-opinión ejercida por el protagonista, meter al autor en el saco es lo que podríamos llamar un acto de honestidad simulada (o justicia poética, que es lo mismo pero no suena igual).
Una curiosa nota editorial en la contraportada puede resultar ilustrativa (además de patética): "Cuando se mencionan nombres de figuras públicas o empresas, esto refleja exclusivamente una realidad metafórica que siempre alude a personajes inventados en situaciones inventadas" —o sea, que Miami y Cuba entera, su historia y su maltrecho presente, con todos sus nombres propios e instituciones son 'situaciones inventadas'—. "En ningún caso se pretende comunicar información sobre personas vivas o muertas, o sobre empresas o productos reales".
Y he aquí lo más grotesco: "Los personajes de la novela son responsables de sus opiniones. El autor las respeta, pero no siempre las comparte". Sólo les faltó agregar: Prueba de ello es que el protagonista también llama "mierdecilla y sumiso" al autor, sin que este último decida aniquilarlo y quedarse sin obra. O sea, Juan Abreu hace que su protagonista le dedique dos o tres escarnios. Pura 'honestidad intelectual', y para colmo —como diría algún crítico cubano con indigestión post-estructuralista—, basado en un manejo lúdico de la perspectiva autoral. A otro lector con ese hueso (untado de vaselina).
Lectura de la náusea
Este libro es lo que es, y poco importa que le digan novela o lo contrario, su valor está en otra parte. Pero usar el lubricante ficcional por parte de los editores para pasarnos gato por liebre es, por decir lo menos, mediocre e insultante. ¿Qué es este libro? Un perfil: el perfil real de un cubano (ex cubano) que logra dos cosas a través del 'hilo conductor de la cerveza' que es su diatriba. Primero, vomitar copiosamente sobre los carriles de lo políticamente correcto. Segundo: ser el engendro-prueba, el espejo, de la peor parte del 'ser' cubano aniquilado, vejado y castrado por la Historia.
Se nos está diciendo que lo que somos, en mayor o menor medida, tiene algo de Gabriel Torres. Algunos contenemos una pequeña dosis, otros un cincuenta por ciento, u otros estamos groseramente rellenos de la escatología insular que revuelve el protagonista.
Está clara la propuesta: el cubano que se considere desgrabrielizado, que lance la primera piedra. O para ser más exacto: precisamente porque todo cubano tiene su cuota de abyección gabrielera, se otorga el derecho de apedrear, intrigar, pisar y triturar al prójimo cubano. Poco importa que estemos dispuestos o no a aceptar este anatema ético. El protagonista y el libro son desfachatados, y la única moral que puede ejercerse ante la desfachatez que nos escupe es la del silencio solitario ante el espejo. |