www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/2
 
Como una voz más
La entrada del músico Lázaro Herrera en el Septeto Nacional marcó la adecuada sonoridad de la trompeta en el son.
por JOAQUíN ORDOQUI GARCíA, Madrid
 

Es imposible saber ahora a quién se le ocurrió por primera vez añadir una trompeta a un sexteto. Por lo menos desde el siglo XIX, Cuba ha sido un permanente laboratorio musical en el que decenas de intérpretes y compositores no han cesado de experimentar en los diversos géneros, añadiendo instrumentos, cambiando énfasis, fusionando estilos… Ese es el gran secreto de nuestra música: que como ninguna otra y aun antes que la norteamericana o la brasileña, supo tomar de todas partes (sus propias raíces incluidas) y devolver resultados constantemente novedosos.

Septeto Nacional
El Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro.

En este devenir ha habido momentos en los que han convergido el hacer de años o décadas y se ha producido un salto espectacular, una síntesis que se apodera de su propio pasado y queda en la memoria colectiva como un inicio, como una innovación con nombre propio. Uno de los mejores ejemplos de esas poderosas condensaciones fue el Septeto Nacional, sin dudas el septeto por antonomasia. Hay constancia de que antes del Nacional, el Sexteto Habanero grabó con una trompeta y es probable que no fuera el primero. También se sabe que el Sexteto Enrizo incluía un clarinete, instrumento que probablemente asumía roles similares a los de la trompeta. Pero fue la organización de Ignacio Piñeiro la que trascendió, la que se adueñó, legítimamente, de ese fenómeno que no sólo marcó las pautas del son durante una década (1929-1939), sino que devino en el símbolo del son "tradicional", como si pudiera hablarse de un son tradicional en lugar de una tradición sonera.

Muchas son las razones que explican este milagro: el espaldarazo propiciado por la participación del septeto en la Feria Universal de Sevilla de 1929; la incomparable calidad como compositor de Ignacio Piñeiro, que lo sitúa entre los más grandes de nuestra música; la pervivencia del grupo (con períodos en los que desapareció) hasta finales de los sesenta; la libertad interpretativa que Piñeiro concedía a los cantantes, que se desarrollaron como verdaderos solistas, a diferencia de lo que ocurrió con otras agrupaciones similares… Pero nada de ello hubiera sido posible —pienso— si un señor llamado Lázaro Herrera no hubiera encontrado el justo espacio sonoro para ese instrumento que venía coqueteando con el son desde mediados de los veinte: la trompeta.

Al evocar el sonido del Nacional, recuerdo muchas cosas: la combinación de voces de Abelardo Barroso (prima) y Bienvenido León (segunda) de los primeros tiempos; la excepcionalidad, también vocal, de Carlos Embale (acaso el cantante más completo y complejo de toda nuestra música popular); las rumbas y sones de Ignacio… pero por encima de todo ello, el sonido de una trompeta que evoca, simultáneamente, las nostalgias del blues y del tango; la alegre añoranza del pasodoble y el flamenco… una trompeta que se alza como una voz más y desde la que se inventó, por así decirlo, la adecuada sonoridad de ese instrumento en el son.

¿Cómo llegó Lázaro Herrera a semejante síntesis? Estamos acostumbrados a relacionar ciertos procesos intelectivos con estudios académicos, con un sistema específico del conocimiento musical —que comienza generalmente en la niñez—, con el estudio de un instrumento, más los inseparables conceptos de teoría, solfeo, armonía y contrapunto. Ese no fue, sin embargo, el camino recorrido por el estelar trompetista, quien según testimonio de Félix Contreras (La música cubana, una cuestión personal; La Habana, 1999 —de donde provienen todas las anécdotas de Lázaro Herrera que se incluyen en esta semblanza) se dedicó a ese quehacer porque su padre lo "metió en una banda" por una razón contundente: "vamos, vaya, aprenda ese oficio, que siempre le dará de comer".

Como suele ocurrir, las fechas de este músico son confusas. Helio Orovio no lo registra en su Diccionario de la música cubana, mientras que Cristóbal Díaz Ayala, en su Discografía de la música cubana, sugiere el 17 de diciembre de 1913, lo cual parece una errata, pues de haber nacido ese año, al incorporarse al Septeto hubiera tenido 15 o 16 años, lo cual no sería del todo imposible, pero muy improbable dados los avatares de su biografía, según el testimonio de Félix Contreras ya mencionado y en los que Herrera menciona el año de su nacimiento, 1903, pero no el día ni el mes. Si combinamos las informaciones de Ayala y Contreras, obtenemos una fecha aceptable: 17 de diciembre de 1903. En cuanto al lugar, parece que fue el pueblo de Güines, en la provincia de La Habana.

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