A principios de los años noventa, el baloncesto cubano parecía despegar. Comenzó a realizarse la llamada Liga Superior con cuatro equipos, las salas se repletaban de público, los juegos se transmitían por televisión y en cualquier esquina o parque un improvisado aro —a veces hecho de tubos de acero o sacado de barriles o llantas de bicicleta— sorprendía a los viandantes. Era como una fiebre. Los resultados internacionales seguían siendo pobres, pero había esperanzas de ir paulatinamente escalando posiciones en una zona geográfica donde campeaban boricuas y mexicanos, con jugadores que incursionaban en la NBA.

Yipsy Moreno, única medalla de oro para Cuba, París 2003.

A eso se sumaban los juegos de la mayor liga de básquet del mundo, que, domingo tras domingo, llegaban a los hogares cubanos gracias a que la televisión cubana los pirateaba de sus homólogas norteamericanas. Así pudieron todos disfrutar de las genialidades de Michael Jordan, y no perderse un partido de las finales entre los Lakers de Los Ángeles, los Bulls de Chicago o los Orlando Magics. Los más chicos pintaban un 23 en sus camisetas —el número de Jordan— y salían a imitar las piruetas del más grande baloncestista de la historia.

Pero un mal día a alguien comenzó a molestarle tanta americanización del deporte y se prohibieron de golpe aquellas exhibiciones de los profesionales norteamericanos. Nada podía robarle rating a los discursos del Comandante. No es de extrañar en un país que ha hecho del deporte otro terreno —bastante fértil, por cierto— para la manipulación política, incluso estuvo doce años sin participar en Juegos Olímpicos por pura "solidaridad" con naciones amigas, como Corea del Norte, ¡nada menos!

Para colmo, en un torneo internacional, el equipo Cuba de baloncesto —casi en pleno— decidió quedarse en el extranjero. Así se le ponía punto final a esa especie de preámbulo dorado del básquet nacional. Desapareció de la noche a la mañana la fiebre popular y una década después de esos sucesos este deporte languidece en una carrera cuesta abajo, en la cual los jugadores carecen de motivación para salir a las canchas. No tienen topes, ni les permiten asistir a ningún torneo, ni siquiera a los del área, como el Centrobasquet o los Panamericanos. La Liga Superior, amén del escaso público, cumple sus jornadas con más penas que glorias.

Pero el deporte que más ha sufrido el estira y encoge de las decisiones gubernamentales ha sido el fútbol. Todos se preguntan por qué, en tantos años de discursos que no cesan de cacarear el desarrollo del deporte en la Isla, este universal juego sigue siendo algo así como el pariente pobre de una familia que agoniza a la par del sistema que la engendró. En verdad, polémicas no han faltado. Intentos tampoco. El más reciente ha sido el de la FIFA, al incluir a la mayor de las Antillas en el Programa Gol y aportarle un millón de dólares para impulsar su práctica.

El fútbol es un deporte barato. Comparado con el béisbol, el predilecto de la mayoría, sus gastos son mínimos. Extender sus actividades entre niños y jóvenes por todo el territorio nacional implicaría muchos menos recursos que acondicionar terrenos, procurarse guantes, bates, máscaras, pecheras y pelotas. Con comprar o fabricar muchos balones se comenzaría a paliar esa pobreza del balompié. Pero precisamente durante bastante tiempo se ha intentado contraponer estos dos deportes en el gusto de la gente, y ello no ha redundado en beneficios para el fútbol.