Temerosos de la suerte que corrieron tras el primer triunfo en la Serie Mundial de 1997, cuando el equipo fue desmantelado y perdió todo el apoyo popular, los Marlins han hecho un intenso esfuerzo por mantener intacto el núcleo vencedor en el pasado Clásico de Octubre.

Mike Lowell, favorito de los Marlins.

Los peces no son una franquicia rica. Su propietario, Jeffrey Loria, hizo fortuna con la venta de obras artísticas, pero su bolsillo no es tan profundo como el de Tom Hicks, dueño de los Rangers de Texas, un petrolero que se ha comprado un equipo de Grandes Ligas como si fuera otro pozo de hidrocarburos.

Tampoco es George Steinbrenner, señor y amo de los Yankees de Nueva York, quien ha construido un verdadero imperio en la Gran Manzana y, a diferencia del resto de los equipos, posee hasta su propio canal de televisión e inversiones en varias partes del país.

Digamos que Loria es un millonario de medio pelo dentro de los supermillonarios. De ahí que la nómina de los Marlins sea una de las más escuálidas en la Gran Carpa y tengan que pensarlo dos veces antes de abrir el fajo de billetes para contratar jugadores.

A pesar de todo, el equipo ha tenido bastante éxito en su plan de preservar la mayor parte de los titulares de 2003 al extender contratos al dominicano Luis Castillo y a Chad Fox, pero sobre todo a Mike Lowell, el jugador que mejor representa los valores de la comunidad donde se asienta la organización floridana.

Hijo de padres cubanos y criado en Miami, Lowell es el perfecto embajador de los Marlins no sólo entre los cientos de miles de antillanos que viven en esta ciudad, sino entre los anglosajones. Habla a la perfección los dos idiomas y, a diferencia de muchas estrellas del béisbol rentado, hace de la modestia una cualidad constante.

No pasó mucho tiempo antes de que los Marlins le extendieran un contrato por cuatro años —al menos dos garantizados y otros dos en dependencia de que exista un nuevo parque— a su mejor productor de jonrones e impulsadas, válido por 32 millones de dólares.

Pero esa no es la historia. Lowell bien pudo haber elegido la agencia libre en 2004 o el arbitraje en este año, y hubiera ganado mucho más que esos millones. Si no es el mejor tercera base del momento en las Grandes Ligas, se codea entre ellos. No se le podía negar nada.

En cambio, prefirió escoger la oferta de los Marlins, no tan generosa en caudales, pero sí bastante digna —"con ese dinero soy más que feliz", dijo el antesalista— y que le garantizaba estar cerca de los suyos: su familia y amigos, así como de los lugares donde creció y se desarrolló como jugador.

Desoyó los dictados de agentes, siempre dispuestos a ganar hasta el último centavo, y siguió el impulso de sus afectos. En Miami, Lowell es uno de los héroes más queridos.

Su historia contrasta mucho con la de Iván Rodríguez. Cuando firmó a principios del 2003 con los Marlins, nadie quería darle un centavo y daban su carrera por terminada. El boricua demostró cuánto talento le quedaba aún y fue clave en el triunfo del equipo en la Serie Mundial.

Los Marlins le hicieron una propuesta, nuevamente no tan amplia, pero sí digna del 10 veces estelar y 9 veces ganador del Guante de Oro, pero Rodríguez prefirió seguir la pista del dinero y acaba de romper lazos con la organización que le brindó una segunda oportunidad.

A pesar de su ausencia, los Marlins tienen el potencial suficiente para intentar una segunda corona. Lowell —y no Rodríguez— es el verdadero jugador franquicia del equipo. El hombre que arrastra multitudes al parque, el niño mimado de los fanáticos del sur de la Florida.