www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
  Parte 1/2
 
La Habana: Sin novia y sin magia
La zona que alguna vez contó con una de las numerosas joyas clásicas de la cultura americana, configura por estos días una estampa representativa de la actual sociedad de la Isla.
por JOSé H. FERNáNDEZ
 

Los caminos de la nostalgia se bifurcan, casi tanto como los de Dios y el diablo. El documental Herido de sombras, esa joyita fílmica que develó la historia y el glamour de Los Zafiros ante quienes todavía éramos jóvenes en los primeros noventa del siglo XX, representa desde entonces una especie de remanso fresco en mi memoria. Mientras, la memoria de su realizador, Jorge Dalton, reblandece con la evocación de un lugar que para mí no constituye hoy más que un bochornoso paisaje.

Casablanca
Ni Bogart ni Bergman... ni pantalla.

Hace poco leí en las páginas de Encuentro en la Red el texto Cuando yo la conocí, donde Dalton da fe de sus amores de infancia por el autocine habanero Novia del Mediodía y donde lo describe como "una de las numerosas joyas clásicas de la cultura americana que han sobrevivido a una larga agonía en Cuba". Realmente no me gusta ejercer el oficio de ave de mal agüero, pero como quiera que me siento deudor de Jorge Dalton, aquel sentimental salvadoreño que fue tan típico en La Habana como las maracas, y como además sé que desgraciadamente me corresponde ejercer el oficio, tengo malas noticias para él.

Ante todo, resulta inevitable precisar que el autocine Novia del Mediodía no ha sobrevivido a una larga agonía. Sobrevivió durante muchos años, pero ya sabemos que tarde o temprano las agonías, hasta las más largas, ceden, dando paso a la muerte.

Hoy por hoy, sólo quedan despojos, manigua intransitable, en aquella explanada de proporciones cósmicas sobre la que tres adolescentes se sentaron una noche del 72, sintiéndose como enanitos, "con la boca abierta y la vista fija en la tela blanca donde se produciría la magia". La parte superior fue convertida en un parqueo para camiones estatales de trabajo. Mientras, en el resto domina el verde, la herrumbre, el vacío y nada más. En cuanto a la tela blanca, que ya no es blanca ni tela, resulta difícil describir en detalles su real situación, porque no está a la vista. La gigantesca pantalla de 70 mm yace oculta entre la espesura, casi totalmente, hasta sus bordes superiores. Bogart no volverá a besar allí a Ingrid Bergman, ningún pasajero fugaz tendrá ya ocasión de soñar con bellos fotogramas flotando en las sombras de la Novia del Mediodía, y es muy poco probable que el proyeccionista haga valer una vez más su magia, aunque fuera para un público de grillos. De hecho, el inmueble que servía como sala de proyecciones no es sino un descascarado cuadro de paredes en ruinas, al que alguna vez, Dios sabe cuándo, le arrancaron de cuajo las ventanas y puertas con sus marcos, le canibalearon ladrillos, azulejos, instalaciones sanitarias, tuberías, mosaicos. Otro tanto sucede con la cafetería, la cual fue perdiendo lo suyo por etapas, lenta pero indefectiblemente: las palomitas de maíz, las sodas, los helados, hamburguesas y sándwich, los empleados, el nombre, la presencia humana, la pintura, el techo, el piso...

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