www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
   
 
La Habana: En memoria de Joaquinito
por JOSEFINA DE DIEGO
 

"¡Tienen que jugar con Joaquinito!", nos dijo mamá, y mis dos hermanos y yo nos miramos sorprendidos, sin entender aquella extraña orden. Vivíamos en una casa con un jardín enorme, Villa Berta, en un pueblito en las afueras de la ciudad llamado Arroyo Naranjo y, hasta ese momento, siempre habíamos escogido a nuestros amigos sin que nuestros padres intervinieran en tan sagrada decisión. Mamá nos explicó que Joaquinito tenía algunos problemas en su casa y que vendría acompañado por una persona mayor.

Joaquín Ordoqui García
Un bolero para Joaquín

Al siguiente día llegó Joaquinito (para nosotros siempre fue así, en diminutivo) en un jeep del ejército, con un custodio. Todo era muy raro: de pronto, teníamos que jugar con una persona totalmente desconocida, nuestros compañeritos del barrio tampoco entendían muy bien quién era aquel gigante con el que debían compartir los juguetes y los secretos de nuestro jardín. Pero mamá nos lo había pedido, "es el hermano menor de Annabelle, complázcanme", casi nos suplicó. Y no nos quedó otro remedio que incorporarlo a nuestra rutina de juegos.

Pero Joaquinito tenía un carácter difícil. Era el hijo más pequeño de sus padres, el hermano chiquito de sus hermanas, el consentido de toda la familia. Además, por razones muy difíciles y largas de explicar, se vio, de la noche a la mañana, castigado de forma absolutamente injusta, preso en su propia casa, a la edad de 11 años.

Como una excepción, le permitieron ir a nuestra casa, que se encontraba cerca de la suya. Y Joaquinito se aferró a nosotros como lo hace un náufrago a una tabla en medio de un mar embravecido. Dispuesto a sobrevivir, contra viento y marea, nos "adoptó" y decidió convertirse en nuestro hermano, lo quisiéramos o no, a las buenas o a las malas, a pesar del custodio, del jeep, y de todo, "gústele a quien le guste y pésele a quien le pese", parecía decir, cuando llegaba decidido a ser feliz, a toda costa.

Era impositivo, dominante. No importaba a qué jugáramos, siempre tenía que ganar. Era el primero en llegar y el último en irse. A veces, cuando nos despertábamos, muy temprano en la mañana, ya estaba sentado en el portal, esperando por nosotros. Poco a poco se fue incorporando a la pandilla de amigos. Era un pésimo jugador de baloncesto pero, por ser tan alto, todos terminaban tratando de que formara parte de su equipo: eran canastas seguras, no por su habilidad sino porque era imposible que pudiera fallar.

También comenzó a cambiar algunos de nuestros hábitos. Le encantaba leer, le gustaba el teatro. Nunca se me olvidará la cara de estupefacción de Chachi, uno de nuestros amigos cuando, en una ocasión, Joaquinito propuso "jugar a Romeo y Julieta". "¿A qué?", preguntó, totalmente desconcertado, Chachi. "¡A las espadas!", le "traduje" enseguida. Chachi entendió al instante y comenzó a afilarle la punta a un gajo de mango. "¿Qué hace?", me preguntó Joaquinito, que pretendía comenzar rigurosos ensayos y ya tenía preparada toda una versión de la obra. A duras penas logré convencerlo de que tendría que adaptar su versión a las condiciones de los "actores", lo que aceptó a regañadientes. Las escenas de los duelos fueron todo un éxito y Joaquinito ganó mucho prestigio entre nuestros amigos del barrio.

Pasaron los años, llegó la adolescencia, Joaquinito pudo moverse con libertad. Fue entonces nuestro compañero en las fiestas, nos lo encontrábamos en la cinemateca, iba a casa, discutíamos, conversábamos. Tuvo problemas en sus estudios, en sus trabajos. Los años duros de su infancia lo habían convertido en una persona inestable, no lograba "sentar cabeza".

En 1987 se fue al Perú, donde vivió muchos años; luego se estableció en Madrid. Siempre nos mantuvimos en contacto, sabíamos de él, de sus romances, de sus hijos, de sus trabajos. Comencé a leer sus artículos, que me llenaron de orgullo. Finalmente, Joaquinito había encontrado su centro, dejó de ser intolerante e impositivo, a pesar de haber sufrido en carne propia la intolerancia y la imposición. Llegó a ser un conocedor profundo de la música cubana, escribió innumerables artículos sobre diferentes temas políticos, históricos, con una lucidez y profundidad asombrosas.

Su enfermedad y el fin irremediable que le esperaba nos sorprendió a todos. Hace sólo unas semanas me llamó por teléfono y me emocionó escuchar su voz, todavía juguetona y galante. Quiero recordarlo así, como siempre fue: valiente, batallador, indoblegable, tierno y caballeroso. Aquella tarde de 1964, hace cuarenta años, había entrado a nuestro jardín, sin que nosotros tres lo sospecháramos, un hermano "adoptivo" que necesitábamos y que nos hubiera hecho falta siempre; un amigo que, como diría papá, nos "agrandó el tiempo", nos acompañó, protegió y nos hizo mejores. Así fue. Y así seguirá siendo.

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