www.cubaencuentro.com Jueves, 08 de julio de 2004

 
   
 
La Habana: ¿Un defecto de fábrica?
La clase sin clase: Desde los pobres más pobres hasta los ricos más ricos, pasando por timadores, arribistas, empresarios de pan con timba...
por JOSé H. FERNáNDEZ
 

Juan el bodeguero, profeta en su bodega y en toda la barriada de El Cerro, certifica, clasifica y califica el surgimiento de una nueva clase social entre nosotros: la clase de los que no tienen clase.

Caravana
Manifestación de pioneros: 'jodidos en masa desde niños'.

Intenta, además, demostrar que esta clase —en alza total— echa por tierra la tesis leninista y todas las tesis dadas a especular sobre el origen, razones y superobjetivo de la lucha de clases, así como sobre el mesiánico papel de los sin dinero, clase de los machacados con plantilla fija, pero que, según cuenta, halló aquí, por vez primera en su historia, una oportunidad para imponer justicia, abriéndose un hueco entre la clase dominante, la de los que no tienen clase.

Queda, pues, sin efecto, a instancias de Juan, aquella vieja trova según la cual el origen de las clases está condicionado por el desarrollo de la división social del trabajo y el surgimiento de la propiedad privada sobre los medios de producción. Él lo niega, argumentando que en esta isla los que no tienen clase han devenido clase mayoritaria, aplastante, sin necesidad de desarrollar o dividir el trabajo, y tanto sin poseer medios de producción como sin hacer uso de ellos, para nada.

En esta flamante organización social descrita por Juan el bodeguero, caben sin empujarse desde los pobres más pobres hasta los ricos más ricos, o los que creen serlo, pasando por los timadores, los arribistas, los empresarios de pan con timba, los santurrones timoratos, los gatos de tendederas, los agentes dicen que de la ley, los bisneros, los oligarcas de la intelectualidad, los mandamases con sus bufones y hasta sus respectivas mujeres, las de ambos los dos.

Trepadores y trepados, alcurnia y alcuceros, víctimas y victimarios, censores, censurados, traficantes, chivatos, cañoneros, manipuladores, chivateados, cañoneados, fritos y pasados por agua, todos juntos, revueltos, en exclusiva disyuntiva histórica —la del acatamiento sin fe, unanimidad sin unión, vivir sin existencia— que los convierte en individuos de una misma categoría: la clase sin clase, y en idólatras de una máxima común para las verdes y para las podridas: sálvese quien pueda.

Juan los observa, acodado en el mostrador de su bodega, sabe a qué apuestan y con qué moneda, les ha visto por dentro, conoce lo que esconden y lo que perdieron, lo que ignoran, la lección que fingen impartir, lo que aseguran de dientes para afuera, lo que se niegan a sí mismos, por miedo, y lo que dicen y niegan entre sí, por el síndrome de desconfianza adquirida. A Juan le consta el motivo de su doble filo, aprueba por inevitable, aunque no aplauda, la puesta en escena de esta tragicomedia donde somos a un tiempo espectadores, escenógrafos, protagonistas y trama.

Lo más difícil para él sea tal vez reconocer que en la corrida no se salva ni el pinto de la paloma. Pero lo reconoce al proclamar que a la clase sin clase pertenecemos casi todos, en la medida en que casi todos aceptamos de algún modo el statu quo, porque nos conviene quizá, o al menos porque así nos acostumbramos a actuar, a fuerza de que nos metieran el hábito entre ceja y ceja.

Juan el bodeguero certifica, clasifica y califica el problema con una frase como en piedra de rayo, pero no ha logrado comprenderlo en toda su magnitud, tal vez por falta de las herramientas precisas: "Es que ya no hay clase —asevera—, aquí sucede algo increíble que Lenin no previó, es un defecto de fábrica del que nadie escapa, nos joroba en masa desde niños y nos iguala para mal, como si fuéramos primos".

A Juan le convendría remitirse no a Lenin, sino a Cioran, para explicar que si en los predios de su bodega, en los de su ciudad, los de su isla, este hecho increíble se ha convertido en cotidiano, no se debe a una falla en el aparato productivo, sino en los sesos de nuestros progenitores. O sea, los de nuestra clase sin clase, que al parecer sencillamente se pasaron de rosca y ahora están consumando —con el engendro del cual somos fruto— el paso de la lógica a la epilepsia.

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