www.cubaencuentro.com Miércoles, 14 de julio de 2004

 
   
 
La Habana: Abu Ghraib en Kilo 8
Crónica sobre un represor penitente.
por JAIRO RíOS
 

Escurridizo y con el temor de ser atacado en cualquier momento. Así es Frank.

Prision de Boniato
Prisión de Boniato, de máxima seguridad (Cubanet).

Fue en sus días de esplendor juvenil un carcelero obediente hasta la ferocidad. Ahora, algunas décadas después, es asiduo visitante de una iglesia evangélica, donde entre salmos y alabanzas —como en el estribillo de una canción de salsa— "le pide al Señor que lo cuide". Con el mismo fervor con que hoy predica la Verdad de Cristo, años atrás castigaba sin misericordia a los reclusos de la cárcel en que oficiaba como uno de los más acalorados guardianes del orden interior.

Eran aquellos años anteriores a las esposas y la tonfa —el temible bastón plástico—. A los reos se les golpeaba con cabillas o con las finas cadenas con las que serían amarrados.

Por espeluznante parece increíble, pero este hombre cuenta todo eso con gran naturalidad. La del actor y a la vez espectador que lo ha visto todo. Hay en las cárceles cubanas un pequeño local a la entrada de los penales al que jocosamente llaman chocolongo. Allí ubican al recluso horas antes de entrar definitivamente a su celda y por haber sido construido justo en la entrada, es visto por todos los que pasan. Es la oportunidad que muchos aprovechan para ensañarse verbalmente con el recién llegado. En el mejor de los casos, algunos le hacen preguntas sobre "cómo está la cosa allá afuera".

También cuenta Frank que hay momentos de gran tensión en los cuales se conceden horas libres para el "tranqueo" o la paliza permitida. A los demasiado rebeldes o muy problemáticos, o sencillamente los que se atreven a protestar por algo, les esperan a una hora y en un lugar fijo para el castigo de rigor, y casi siempre terminan en celdas apretadas, de dos por dos metros, donde sólo puede verse el sol —abren la rejilla— una vez por semana.

Si en aquellos tiempos Frank se jactaba de la barbarie de la cual era activo protagonista, hoy eleva cada día sus plegarias a Dios. Sabe que anda mucha gente por ahí suelta, apaleada en su momento, que podría reconocerlo. "Son días para meterse en la casa y no salir", dice, y es para creerle a pie juntillas. Está viejo y gastado por los años. El reuma le ata un pie y la rodilla izquierda. El tiempo le roe las entrañas. Siente que la vida pasa ahora más lentamente, como un tren antiguo, de vapor. Él se queda tenso y se acuesta mirando el techo de su cuartico, como esperando lo peor. Aún así, busca la paz interior y piensa que hablando con Dios puede sacarse del cuerpo los demonios que un día llevó dentro.

Fue testigo presencial de un traslado masivo de reclusos hacia la cárcel de máxima seguridad de Kilo 8, en Camagüey, considerada de "régimen especial" por la oficialidad y de "se me perdió la llave" por la mayoría. El que allí entraba no salía, o por lo menos, no salía ileso. Lo hacía después de años de palizas, escarmientos y todas las brutalidades que han sido continuamente negadas por el gobierno.

Cuando llegaban allí los reos, los formaban frente a una escuadra uniformada, los desvestían, los enviaban a ducharse y mojados y perdidas sus mínimas pertenencias para siempre, los obligaban a pasar por un estrecho pasillo donde eran salvajemente golpeados. Sólo tenían visitas una vez al año, les entregaban la correspondencia dos veces al año y no tenían derecho al pabellón conyugal.

Ahora que han salido a la luz las fotos de abusos a prisioneros iraquíes, publicadas a toda página en varias ediciones del periódico Granma y reiteradas una y otra vez por la televisión cubana en sus espacios estelares, para Frank resulta un alivio poder desprenderse de lo que lleva oculto y en silencio durante tanto tiempo. "Tal vez alguien me ataque por ahí, quizás otros ni me recuerden", repite con evidente resignación. Y aunque se sienta sucio por la culpa, piensa que Dios lo va a redimir del temor a sus enemigos.

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