www.cubaencuentro.com Viernes, 03 de septiembre de 2004

 
   
 
Santiago de Chile: Las guerras de Castro
por MIGUEL CABRERA PEñA
 

En los umbrales de 1959 al cubano le pareció que en breve plazo la paz asentaría su trono sobrio y su remanso. El ojo advertido, sin embargo, comprueba pronto que el fin de la lucha no sirvió más que como puerta a otra guerra con menos ruidos de cañones pero igualmente intensa.

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Estados Unidos: ¿el enemigo construido?

El cambio de enemigo —de Fulgencio Batista al imperialismo— fue el predicado que mantuvo en prisión al sujeto, al cubano conmovido por los regalos y reivindicaciones sociales, cierta mística y por lo que en los primeros días de aquel año se le figuraron auténticos vagidos de libertad y democracia.

Claro que un político honrado hubiera puesto en favor de su pueblo las simpatías que en aquel primer momento él mismo generó, como líder guerrillero, en Estados Unidos. Pero al dictador en sazón le resultaba imprescindible un nuevo frente, cuya dinámica le permitiera despojar al ciudadano de sus derechos, a través de los hábitos y disciplinas de la guerra. En tal ámbito es donde los comandantes en jefe gozan de toda prerrogativa.

Aunque la historia se esfuerza por convencernos de que siempre los cañones de La Habana apuntaron y apuntan al norte, en realidad se emboscaban —y emboscan— contra el interior, los rebeldes de ayer y de hoy, los capaces de imaginar y hasta pretender una transformación esencial, lo que podría denominarse la contrahistoria de Cuba.

La democracia cubana se constituyó así en el rehén de "la lucha antimperialista", en tanto lo bélico se tornaba evidentemente una construcción, ideal en su fibra, que convirtió a los cubanos en prisioneros de una guerra para la cual hay que estar siempre preparados (vivir en el espíritu militar), pero que jamás llegará.

Mala fe o desinformación mayúscula sería negar antecedentes antimperialistas en nuestro pasado, pero lo insensato, lo verdaderamente sospechoso, residió en convertir a Estados Unidos en enemigo mediante alianzas, acciones económicas y un quehacer político incesante que conducía directa, tenaz y velozmente a ello.

Entre los más admirados episodios de nuestra historia se recuerda aquel en que José Martí le advierte a Máximo Gómez de su oposición a convertir la Isla en un campamento luego del triunfo independentista. Fue tal su apego a esta postura, que se distanció momentáneamente del liderazgo en la preparación de la contienda.

El propio Gómez admite luego que los militares son para la guerra y los civiles para la paz, y renuncia a ser candidato presidencial. Esta lección no influyó de manera positiva en el patriotismo de Castro, quien usufructuó acaso la idea que la historia tan mansamente le brindaba.

El cuartel propicio

El ya famoso apóstrofe en una carta a Celia Sánchez, durante los tiempos de la Sierra Maestra, no deja lugar a dudas de la guerra que Fidel Castro anuncia contra Washington, encubridora de otra más oscura y vasta contra sus propios compatriotas y, en consecuencia, contra el progreso del país. No había, en fin, concluido una conflagración y ya acariciaba otra.

Con malsano amor al poder, su decurso por las montañas orientales le demostraría que sólo la amenaza de incendio y la edificación de un enemigo feroz, listo para atacar al país a toda hora, originaría un estado de peligro perpetuo y combate inacabable.

Sumido el país en semejantes coordenadas, su mando tendría que ser acatado. Por desgracia, Estados Unidos se transformó en el arquitecto que le diseña a Castro, muchas veces, escalones de lujo a estos planes canallescos.

Aunque sin conciencia teórica de lo que hacía, Castro se adelantó en llevar a la práctica la enmienda que el catedrático galo Michel Foucault le haría a Carl von Clausewitz, el filósofo militar prusiano: no es la política la continuación de la guerra; en realidad, esta última constituye la sustancia de la primera. He aquí la única peripecia en que Castro se gana sin menoscabo el adjetivo de genial.

Bien analizado, el antimperialismo castrista hunde su raíz en el que quizá pueda catalogarse como el engaño más célebre de la política hemisférica. Su pretendida vocación es la cárcel donde hoy un poeta como Raúl Rivero sufre hostigamiento, en tanto la tortura psíquica trata de quebrar su alma. A Rivero se le condenó por ser aliado del enemigo que el propio Castro se apuró en crear, el que hizo de Cuba un cuartel propicio. Multiplíquese el caso de Rivero por una cifra aterradora y estaremos ante la explicación de casi 50 años de historia.

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