www.cubaencuentro.com Viernes, 03 de septiembre de 2004

 
   
 
La Habana: Qué vivan nuestros intimidadores
por JOSé H. FERNáNDEZ
 

Ellos monopolizan nuestro miedo. Aprendemos a temerles casi desde que nacemos. Mediante una especie de reflejo condicionado, una reacción instintiva que nos sobrecoge siempre, por más que los veamos venir, como un trueno, un cañonazo rotundo, ineluctable, directo a la hipófisis.

Caballo
El caballo: ¿El intimidador mayor?

Hasta tal punto nos asustan, que basta con la sola mención de sus nombres para que nos traguemos la lengua y empecemos a temblequear como sonajeros en cuaresma. Eso por no describir el origen de cierto tufillo que sobrecarga la atmósfera apenas nos sentimos observados, señalados, medidos, acechados por su amenazadora presencia.

Ellos gobiernan nuestros pasos y paralizan nuestras decisiones. Nos han cogido la baja de mala manera. No importa que constituyamos mayoría. En nuestro pánico está nuestra flaqueza. Y ellos se aprovechan de la contingencia, como si lo tuvieran muy bien aprendido. Su presente como seres aterradores e impositivos no depende, como muchos creen, de su fuerza, sino de lo débiles y desprotegidos que nos hacen sentir.

La verdad es que bien vistos, no resultan tan temibles como suelen venderse, pero se las han arreglado con muchas mañas —y muy poco pudor— para asustarnos más por lo que simbolizan y/o por lo que se esfuerzan en aparentar, que por aquello que realmente son.

De bien poco nos vale reconocer que se trata de una fauna condenada a la extinción, que sus días en la tierra están contados, que cargan ya con demasiados años y múltiples mataduras sobre el esqueleto. Preferimos pasarnos como en el dominó. Que sean el almanaque y los efectos del fenómeno biológico los que hagan la tarea por nosotros. Mientras permanezcan con los ojos abiertos y en condiciones de caminar o de arrastrarse, no nos lanzaremos a levantar un dedo contra ellos. Dios nos ampare.

Sabiendo que el principio es la mitad de todo, nos gusta suponer que estamos a mitad del camino y que algún día, ya que no podemos librarnos de la fobia que nos inspiran, por lo menos iremos acostumbrándonos a pensar en el momento en que no tengamos que volver a ver a nuestros íntimos intimidadores, ni a vivir con el desasosiego de los sustos nuevos que esperan en turno para cuando no estén frente a nosotros, oprimiéndonos y a la vez consolándonos con este miedo nuestro que al convertirse en memoria acumulada, ha pasado a ser parte de nuestro folklore.

Si es verdad eso de que el miedo surge cuando eludimos los hechos, cuando, desde la parálisis que nos provoca, intentamos escaparnos pero sin levantar los pies del suelo, entonces tendríamos que reconocer, a su favor, que el germen del miedo que nos meten ellos no está en ellos, sino dentro de nosotros mismos.

En la disposición de paliar nuestros miedos mediante la convivencia más o menos tolerante, aunque a distancia, juntos aun cuando no revueltos, con aquellos que nos lo imponen, radica precisamente el motivo y la absoluta responsabilidad de nuestros miedos, ni más ni menos.

Así que por más que nos pese, tendremos que aceptar como justa la convocatoria de los especialistas que desde la Isla están abogando ahora porque perdonemos a nuestros íntimos intimidadores. La ciencia en función del monstruo. Pero es que en buena ley no hacen otra cosa que corroborar, desde su sapiente dominio, lo que ya teníamos sabido por la experiencia, o sea, que ellos, nuestros íntimos intimidadores, son la causa, pero no los culpables del miedo que nos agobia. Y todavía más, que nuestro miedo les perjudica tanto a ellos como a nosotros.

Donde hay miedo, obviamente, no puede haber libertad. Y sin libertad no hay amor. Entonces la cuenta no da para nadie, pero mucho menos para ellos, ya que nosotros al menos tenemos nuestro miedo y nos tenemos a nosotros mismos.

Es la razón por la cual los especialistas de marras, adscriptos al Parque Zoológico Nacional, han emprendido una nueva cruzada a favor de aquellos que causan nuestro miedo. Y están proclamando la necesidad de que seamos bondadosos con ellos y que no apostemos por el desbarajuste biológico, ya que el remedio al problema no radica, no puede radicar en su simple desaparición física.

Menuda carga de conciencia que nos echan encima. Porque si verdaderamente estos temibles y repudiados especímenes de la fauna de Cuba no son lo que parecen ni se comportan a tono con lo que simbolizan, hay que reconocer que nuestro miedo, afincado en la memoria genética de varias generaciones, no es más que una mera injusticia, y que durante demasiado tiempo, en lugar de víctimas, hemos sido el azote de nuestros íntimos intimidadores: la rana, el majá, el chipojo y la araña peluda.

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