www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
  Parte 2/2
 
Miami: El arte de la alarma
Huracanes, comerciantes y medios de comunicación: ¿Un negocio redondo?
por ALEJANDRO ARMENGOL
 

El efecto turístico

Muchos turistas fueron trasladados a albergues en una movilización anticipada que los debe haber dejado con pocas ganas de regresar. La fiesta en su honor tras el paso de Frances —prometida por el Buró de Turismo— poco o nada logrará en favor de olvidar las incomodidades. Quienes viajaron con el sueño de unas vacaciones placenteras —y terminaron en la pesadilla de dormir en un albergue— borrarán a Miami de sus futuros destinos turísticos.

Más que informado, me vi sometido. No es un sentimiento aislado ni una actitud anárquica. Amigos y compañeros me manifestaron un estado de ánimo semejante. Uno incluso me confesó que se sintió "como un imbécil" colocando los paneles de protección a su vivienda. Lo peor del caso es que muchos de ellos habían hecho caso omiso a informes igualmente alarmantes en condiciones anteriores.

¿Hemos llegado en esta sociedad a un grado tan alto de dominio absoluto por los medios, que todo el mundo corre a cumplir con las instrucciones emanadas de las pantallas y los periódicos sin dudarlo un instante?

Porque de lo que se trató fue precisamente de un ejercicio de poder deliberado y sistemático. No se puede decir que hubo engaño y manipulación de los datos e informes. La presión se ejerció a nivel emocional. Fue una prueba de la capacidad de control creciente a que estamos sometidos.

¿Ansias novelescas?

Cada vez que un ciclón amenaza la Florida, la prensa se ocupa de alimentar la superstición de que a cada momento ocurre algo respecto al huracán que debemos conocer. Nos lanza a la calle a gastar dinero y nos integra en una espera tensa —alargada cada vez más gracias a la tecnología—, en que dependemos y confiamos de cálculos que son imprecisos por su propia naturaleza.

En este caso —y tras la tensa espera—, para los afortunados a los que Frances despreció quedó el espectáculo de contemplar como otros infelices se empapaban.

Al llegar el huracán, no hubo canal de televisión que no presentara a sus comunicadores bajo una lluvia pertinaz, ofreciendo una ilusión de peligro por la cercanía de la costa y enfrentando estoicamente el viento. Mientras el pobre reportero o reportera soportaba los embates de Frances, los minutos de transmisión se alargaban inmisericordes —durante un huracán, es cuando único se pierde el sentido de la síntesis y prontitud que caracterizan a las noticias por televisión—, los presentadores en el estudio insistían con preguntas que sólo tenían como objetivo mantenerlo bajo las condiciones más inclementes y la cámara sólo se desviaba de su rostro —ultrajado por el clima— para enfocar los árboles azotados por la furia de los elementos.

Todo hecho con el fin único de satisfacer el ansia novelesca de los espectadores, que en sus hogares observaban a buen recaudo. Algún afortunado consiguió hasta un revolcón a consecuencia de las olas y el viento. De forma patética, el cliché del ave muerta o a punto de morir a consecuencia de la tormenta se repitió en las informaciones, tanto en inglés como en español. Siempre es alarmante esa recurrencia al sensacionalismo y la sensiblería, que no olvida la televisión ni en los momentos más serios.

Mientras tanto, mis vecinos —¿cubanos, venezolanos, dominicanos?— decidieron pasar la tormenta en grande: el constante estruendo de la música, la gritería y el chocar de las botellas de cerveza superó a las ráfagas de viento, la llovizna y los esporádicos aguaceros con los que Frances se limitó a castigar el área de Miami en que vivo.

No sé que es peor. Si esta irresponsabilidad vociferante o el masoquismo de permanecer horas y horas aferrado a la pantalla, mientras otros se mojan para proporcionarle a millones un extraño deleite.

A estas alturas, para la próxima lo mejor que hago es buscarme un brujo. Si me dice que hay ciclón, mi mujer y yo arrancamos y nos vamos del estado.

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