www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de marzo de 2005

 
   
 
En las aguas profundas del Caribe
por MIGUEL COSSíO WOODWARD, México D. F.
 

Antonio Benítez Rojo murió seguramente en traje de batalla, como la Henriette Faber de su última novela; con la determinación de seguir y seguir luchando por cambiar el mundo. Murió con la mente puesta en esa isla que se repite, el Caribe de su ensayo magistral, donde todo es ritmo, baile, dolor y poesía.

Murió en el frío pero acogedor territorio de Amherst, en Massachussets, con la mirada puesta en el mar de las lentejas, las Antillas que fueron su máquina de sol para soñar. Falleció lejos de las estatuas sepultadas que quedaron en los jardines del Vedado, allá en Cuba, donde sus personajes todavía cazan mariposas e intentan detener la implacable regresión del tiempo.

Se fue al otro lado, acaso al cielo, esa opción ineluctable de los hombres que le planteó el Habanero, tantos años atrás. Dejó la tierra el escritor más importante, completo y prolífico de toda una generación perdida entre los avatares de la diáspora y el dogma revolucionario, cuyo nombre ya nada ni nadie podrá borrar ni omitir en la historia de la literatura nacional.

También partió el amigo, el generoso colega que me envió sus artículos académicos, imprescindibles para el conocimiento y la reflexión sobre la literatura, la cultura y la interpretación del Caribe. Cambió de dirección el confidente y el cómplice con quien se podía sostener un diálogo a distancia, lleno, sin embargo, de sugerencias, comprensión y sencillez.

Ya no estará entre nosotros aquel ser humano excepcional que conocí un día en la Casa de las Américas, y cuyo autógrafo estampó, como al desgaire, en el gastado ejemplar de Tute de reyes, el libro con el que había ganado el Premio de Cuento en 1967, convirtiéndose en un punto de referencia ineludible para todos los que soñaban con hacer literatura. No lo veremos a la puerta del cine cuando se estrenó el filme Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea, basado en uno de los textos paradigmáticos de aquel libro. No nos acompañará en Cuba, más temprano que tarde, al momento de la reedición de Los inquilinos, Heroica y La tierra y el cielo, este último de 1978.

Pero Antonio vivirá siempre en el recuerdo de quienes seguimos la trayectoria ulterior de su obra y supimos de los reconocimientos que obtuvo con The Repeteating Island,coganadora del premio del Modern Language Association en 1993; o Sea of Lentils, considerada entre los libros más notables de 1992 por los editores de The New York Times Book Review, y A View from the Mangrove, una colección de cuentos que fue nominada para el Pen/Book of the Month Translation Prize, en 1998.

Quedará en las excelentes páginas de Mujer en traje de batalla, de 2001, un modelo de novela histórica que atraviesa la Europa de Napoleón Bonaparte y penetra en la realidad colonial de Cuba, centro y motor de la pasión creadora de Benítez Rojo.

Más allá de su pérdida física, siempre dolorosa, queda la satisfacción de haberle conocido y poder testimoniar que, junto a su elevado magisterio intelectual y literario, estaba su extraordinaria calidad de ser humano, la nobleza de quien siente la vida como una aventura compartida, una búsqueda infinita de la ruta prohibida hacia otras Indias.

No ha muerto Antonio Benítez Rojo; su espíritu está en los remolinos y en las aguas profundas del Caribe, donde buscó la razón de su palabra. No ha muerto Antonio; su huella está impresa en el viento solar que mueve hacia el futuro la historia de Cuba, de las islas, del globo entero, más allá del Caos primigenio. No ha muerto Antonio; vive aquí, al lado izquierdo del corazón.

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