www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de marzo de 2005

 
   
 
Una noche dentro de la noche
Al escritor Virgilio Piñera, uno de los iconoclastas más amados y odiados de la Isla.
por ELISEO ALBERTO, México D.F.
 

Tenía esqueleto de pájaro. Mi primer recuerdo de él se remonta a un domingo de playa, hace tantos años que entonces yo debía tener unos siete y los barbudos estaban por entrar en La Habana. Ese domingo cualquiera, de verano, merendábamos en familia unos bocaditos bajo una sombrilla de palma, cuando mi padre lo vio venir en short y camisa blanca. Batallaba contra la brisa: era tan pero tan flaco que un soplo bastaría para levantarlo al vuelo y pelotearlo hasta entregarlo a una ola, como el papalote sin hilos de una gaviota descosida.

V. Piñera
Virgilio Piñera.

Los dos viejos amigos (viejos pero no próximos) echaron a andar por la orilla, y mi hermana y yo decidimos seguirlos. Yo pisaba las huellas que papá imprimía en la arena húmeda y ella repisaba las mías, de tal manera que dentro del molde mayor se grababan dos pies de niños, en proporciones escalonadas. De pronto, nos dimos cuenta que aquel hombre no dejaba rastro. Parecía gravitar un centímetro sobre el suelo. Su camisa colgaba del perchero de sus hombros, vistiendo un torso vacío, como si entre su cadera y el cuello no hubiese más que un hueco. Mi hermana y yo echamos a correr a galope, aleteando los brazos, hasta buscar refugio en las ruinas de un castillo de arena, ahora habitado por una docena de cangrejos rojos: "es un fantasma", tartamudeábamos.

Con el pasar de veranos, volví a verlo varias veces en muy distintas circunstancias, ninguna particularmente cercana, y siempre lo saludé con real afecto porque ya comenzaba a admirar su literatura corrosiva, para muchos tan crítica o desbocada que merecía el desprecio por castigo.

Coincidimos en teatros, librerías y alguna que otra tertulia de amigos comunes, pero nunca me atreví a vencer el cerco de muchachos que rodeaba al Maestro, como guardaespaldas de uno de los iconoclastas más amados y odiados de la Isla. Ambas posturas (la adulación o la rabia) tenían causales idénticas: su desdén por casi todo lo que oliera a oficialismo y su terca manía de decir siempre NO (aun cuando pensara lo contrario). Era un valiente que sabía temblar; un cobarde sin miedo a serlo.

"El único modo que tenía de afirmar mis principios era diciendo no", escribió en una obra de teatro. Negador nato, llegó a negarse a sí mismo, al menos a juzgarse sin clemencia y ante el tribunal de sus contemporáneos, allá en tiempos políticamente tan rebeldes que había que tener los pantalones bien puestos para sentenciarse en público.

"Nuestra generación se caracterizó por un total desapego de la política (…) Nos pusimos a la defensiva. Pensamos con toda honestidad (y uno puede pensar en términos de honestidad y al mismo tiempo resultar deshonesto) que mezclarnos en la vida política sería tanto como contaminarnos con su pestilencia. Por huir de una realidad atroz contribuíamos, sin percatarnos de ello, a perpetuarla (…) Sólo nos importaba la vida y el quehacer literario por sí mismos, y más que eso, nos encantaba: era como un anestésico contra la podredumbre", reconoció en mayo de 1962 en un artículo que después fue prueba en su contra, cuando agentes de la policía fueron a detenerlo, allá en su casa de la playa, acusado de indigno enemigo de la moral socialista.

La Habana era el máximo escenario del absurdo, y entre incoherencias ideológicas, contradicciones políticas y no pocas necedades, aquel hombre más flaco que el humo fue escribiendo el drama de su propia leyenda, ovacionado por una juventud que entonces decía seguir las enseñanzas del Maestro Preferido, aunque luego ciertos Judas que nunca faltan lo traicionaran por unos 30 miserables privilegios y otros Pedros lo negaran tres veces, antes de que cantara el gallo —aterrados por haber sido sus discípulos, que no sus apóstoles porque alguien que siempre dice No, si es consecuente como él lo fue, jamás se propone dejar en testimonio otro evangelio que no sea el de su propia exclusión.

"Mientras moría imaginé mi imagen/ de turbios ojos y erizado pelo,/ contemplando el supremo desconsuelo:/ la muerte disfrazada con mi imagen (…) Así me iba muriendo, con hartazgo/ de flores y gusanos. Expirando/ encima de mi boca desbocada".

Sigo tus pasos por la playa desierta, aunque ninguno de los dos esté en ella: ya tú has muerto y yo vivo en el exilio. No dejas huella en la arena pero sí, y profundas, en la memoria. Vuelvo a tus cuentos, tu teatro, tu poesía, tablas de salvación. Tú nos advertiste que hay una noche dentro de la noche y también otra patria dentro de la patria, una ciudad dentro de la ciudad y un hombre dentro de cada hombre. Tal fue tu enseñanza: el espíritu atraviesa pieles y paredes. Sólo hay que perder el miedo a decir No. ¿O no, Virgilio Piñera?

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