www.cubaencuentro.com Lunes, 04 de julio de 2005

 
   
 
Barcelona: ¿Cultura o jamones?
por MANUEL PEREIRA
 

En una ocasión pasó por Barcelona un viejo amigo de la infancia. Unos turistas gallegos, que lo conocieron en Cuba, lo habían invitado a pasarse unos días en España. Era la primera vez que salía de la Isla, y tras pasarse una semana en Galicia, ya iba de regreso a La Habana, donde había dejado a su mujer y a su hija. Hacía mucho que no nos veíamos, y lo encontré famélico, rechupado, con la piel de color cartucho, demasiado prematuramente apergaminada. Era la viva estampa del Período Especial. Parecía un reconcentrado de Valeriano Weyler.

Cesta
Canasta básica del Periodo Especial.

Con los ojos azorados, arrastraba una maleta más grande que él. "Oye, compadre, aquí estoy perdido como un guajiro", me decía a cada rato, como queriendo disculparse. Dejamos su maleta y otros bultos en la consigna de la terminal de trenes y me lo llevé a pasear por Barcelona.

Yo quería enseñarle las bellezas de esta ciudad, demostrarle cuánto se parece a nuestra querida Habana. Sin saberlo, me estaba comportando como un europeo, como un estúpido intelectual, un Lazarillo ineficaz. Mi amigo me seguía pacientemente, pero cada vez que yo le mostraba una fachada de Gaudí o las gárgolas de la Catedral, sus ojos se desviaban a las vidrieras llenas de dulces. Yo le enseñaba tesoros culturales, pero él sólo tenía ojos para las tiendas repletas de ropa o los restaurantes con jamones colgando del techo.

Del claustro de la Catedral, lo que más le llamó la atención fue lo muy cebadas que estaban las ocas. "¡Oye, chico, qué buen arroz con pavo haría yo con esos patos!". Tenía una gula insaciable, padecía cuatro décadas de libreta de abastecimiento acumuladas en el estómago.

De pronto, cuando pasamos frente a la Boquería, se quedó boquiabierto, y me pidió entrar en ese gigantesco mercado abarrotado de comida. Yo le había propuesto hacernos una foto frente a la Pedrera, otra frente al monumento de Colón, pero él se empeñó en retratarse allí, con chorizos, embutidos y frutas como telón de fondo, rodeado de carnicerías y charcuterías.

Como en un acto de magia, quería llevarse toda aquella comida en la imagen latente de su camarita rusa, para mostrarle luego esas fotos a sus familiares en Cuba, para que vieran que la comida existe de veras y que no es ninguna abstracción metafísica. Ese fue el único museo que le interesó, "el museo de la carne" —como dijo—, el mercado de la Boquería. "Coñooooo, mi hemano, aquí sí que hay comida cantidad".

Un marciano en la sociedad de consumo

Yo trataba en vano de que él admirase la estructura de hierro —reminiscencia de Eiffel— que sirve de techumbre a ese mercado. Pero él sólo tenía ojos para los comestibles allí copiosamente exhibidos. Confieso que me sentí un poco ridículo haciéndole fotos en aquel decorado de reses abiertas en canal. Pero de pronto advertí que el que estaba fuera de contexto era yo. Yo estaba viviendo en el capitalismo, es decir, en un pasado del cual mi amigo conservaba apenas un vago recuerdo. En cambio, él venía del Futuro, era un viajero procedente de la Utopía; él venía del luminoso porvenir comunista; más que martiano o marxiano, era un marciano recién aterrizado en la sociedad de consumo.

Dándome cuenta de su hambre vieja, lo invité a comer en una fonda de las Ramblas y repitió la guarnición de papas fritas tres veces: añoranza culinaria de mi generación, que dejó de comerlas a la edad de diez años, en 1959.

Seguimos Rambla abajo, y yo insistía en darle un contenido cultural a nuestro paseo, pero a mi amigo ya no le interesaban ni el mosaico de Miró, ni el Liceo, ni el Café de la Opera ni el Museo de Cera, ni las Atarazanas… Ahora sus ojos se desviaban tenazmente hacia los parpadeantes anuncios de neón de los sex shop. En uno de esos vestíbulos tapizados con fotos de mujeres desnudas, se quedó alucinado al ver a una señora que peinaba canas vendiendo entradas para un espectáculo pornográfico en vivo. "Es una abuela, ¿cómo puede trabajar ahí?", "pero, oye, es una señora mayor… a mí me da pena entrar ahí con ella en la puerta", repetía sin cesar, boquiabierto.

Por supuesto que lo introduje en uno de esos establecimientos, yo no podía perderme la cara que iba a poner mi amigo, que todo quería verlo, como un niño: las revistas, las muñecas inflables, los vibradores, las putas y los travestis del Barrio Chino. Todo era para él un descubrimiento. Entonces quise llevarlo al Barrio Gótico, para que viera los restos de las murallas, las callejuelas empedradas, los balconcitos de hierro, pero qué va, él me arrastró al Corte Inglés, donde experimentó vértigo al ver tanta ropa junta. Me hizo subir y bajar más de una vez los siete pisos de esa tienda, mirando esto y lo otro, queriendo comprarlo todo, soñando con todo lo que había allí y no podía comprar en la Habana.

Al final comprendí que los papeles se habían invertido: en vez de ser yo su Lazarillo, él se convirtió en mi Cicerone, mostrándome —sin hipocresía— que Cuba necesita con urgencia esa libertad de mercado, cuyo máximo esplendor sólo es posible en un clima de libertades políticas.

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