www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 3/37
 
La Historia me absolverá
El 16 de octubre de 1953 Fidel Castro Ruz realizó su autodefensa durante el juicio por el asalto al cuartel militar Moncada, en la ciudad de Santiago de Cuba. El alegato fue publicado en un folleto titulado La Historia me absolverá, en 1954.
 

Idearon sustraerme del juicio y procedieron a ello manu militari. El viernes 25 de septiembre por la noche, víspera de la tercera sesión, se presentaron en mi celda dos médicos del penal; estaban visiblemente apenados: "Venimos a hacerte un reconocimiento" —me dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto por mi salud?" —les pregunté. Realmente, desde que los vi había comprendido el propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron la verdad: esa misma tarde había estado en la prisión el coronel Chaviano y les dijo que yo "le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al Gobierno", que tenían que firmar un certificado donde se hiciera constar que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los médicos que ellos, por su parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y exponerse a las persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo decidiera. Para mí era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin consideraciones, pero tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles: "Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío".

Ellos, después de que se retiraron, firmaron el certificado; sé que lo hicieron porque creían de buena fe que era el único modo de salvarme la vida, que veían en sumo peligro. No me comprometí a guardar silencio sobre este diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad, y si decirla en este caso pudiera lesionar el interés material de esos buenos profesionales, dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella misma noche redacté una carta para ese Tribunal, denunciando el plan que se tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que certificaran mi perfecto estado de salud y expresándoles que si, para salvar mi vida, tenía que permitir semejante artimaña, preferiría perderla mil veces. Para dar a entender que estaba resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito aquel pensamiento del Maestro: "Un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército". Ésa fue la carta que, como sabe el Tribunal, presentó la doctora Melba Hernández en la sesión tercera del juicio oral el 26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de dicha carta, por supuesto, se tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me confinaron al más aparto lugar de la cárcel. A partir de entonces, todos los acusados eran registrados minuciosamente de pies a cabeza antes de salir para el juicio.

Vinieron los médicos forenses el día 27 y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de salud. Sin embargo, pese a las reiteradas órdenes del Tribunal, no se me volvió a traer a ninguna sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los días eran distribuidos, por personas desconocidas, cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de amigos alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, no les quedó otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el desacato abierto y descarado.

Caso insólito el que se estaba produciendo, señores Magistrados: un régimen que tenía miedo de presentar a un acusado ante los Tribunales; un régimen de terror y de sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un hombre indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de haberme privado de todo, me privaban por último del juicio donde era el principal acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en plena vigencia la suspensión de garantías y funcionando con todo rigor la Ley de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos habrá cometido este régimen que tanto temía la voz de un acusado!

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