www.cubaencuentro.com Martes, 29 de abril de 2003

 
Parte 2/4
 
Carta a la dueña de la Finca de los Monos
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Y en esto de ser niño absorto quiero insistirle, pues por ahí viene mi otra y mayor confusión con usted, o con lo que más ha perdurado de su obra benéfica. Mire cómo resultan ser los resortes mentales de un vejigo absorto: en mi esmerada educación patriótica, esa que luego se supone te haga un ciudadano con todas las de la ley, o bajo el peso de la ley, o nada diferente a la grey —y los hay de toda laya fuera de la ley, y a como vaya—, me insistieron mucho en conocer a Martí, para que perdiera mi insana idea fija de que al Maestro le habían puesto el nombre de una calle de mi pueblo, cuando había sido todo lo contrario. Lo hacían con dulce consistencia, con irrebatibles datos numéricos, es decir, a golpe de fechas —que no es precisamente lo que lanzan los indios—. Me dijeron que el apóstol había nacido —siempre en la calle Paula, por lo que seguimos rodeados de mujeres— un 28 de enero, y que había muerto el 19 de mayo, de cara al sol y todo eso. Pues bien, lo primero que se me ocurría a mí conclusionar en mi absortez era lo poco que había durado, y viví atormentado todo un período creativo de mi vida con lo mucho que pudo escribir el José en esos cinco meses antes de la insolación mortuoria, que hay que ver que existe gente prolifera en este mundo soleado. Precisamente con el prócer tuve otra absorta confusión y aquella anunciada manía suya de exponerse a los inclementes rayos del astro rey, viendo su níveo busto (esta frase puede resultar una contradicción por lo de "viendo" junto a "ni veo", pero me encanta), en parques y montañas, en plazas y plazoletas, en jardines y esquinas, nunca sombreado, nunca bajo la gentil ala de un toldo —él mismo toldo, más que zorzal. Toldos a la plaza— y sin embargo, pálido, horriblemente calcificado, yesístico y hierático, que en cubano moderno puede decirse yerrático, sin tostarse, sin bronce candente en su epidermis, sin sonrojarse a pesar del sol y los desmanes que se construyen en su nombre. Un niño absorto como yo lo era, tiene, obligatoriamente, que crecer entorvado.

No debe extrañarle entonces mi primer confuso tropiezo con usted, o con lo que quedaba de usted en la mitología popular: la Finca de los Monos, aquel bosquejo boscoso, inesperado, que aparecía cuando uno remontaba Santa Catalina y llevaba casi la boca repleta de saliva por la presencia helada de la World. El día en que mis ojos de infante absorto (ab libitum y absordo) vieron su morada desde un carro, y me dijeron, así, como al desgaire: "Mira, esa es la Finca de los Monos", sentí como cierto recio desgarramiento racial en mis entrañas de monstruo. Vide, visceralmente hablando, que en la parada de ómnibus de afuera, monologaban algunos ciudadanos de rancio y lucumí abolengo, de tez tirando a cien metros con vallas, y sufrí un choque. Mi padre también, pero eso lo arregló con un policía, que aún cabalgaba entonces sobre potente Harley Davidson (en castellano: Jali Davisón). Unos años más tarde conocí a otro Davidson y era igualmente color moto, o doscientos metros planos, y encauchado reiteradamente por la policía por su oscuro pasado. Un pasado que le perseguía como un presente.

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