www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
Parte 2/3
 
Carta a Rafael Emilio Fortún
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Pueblo perverso el nuestro, siá cará, que no acaba de entender que los deportistas son de carne y hueso y no una transmisión diferida de la televisión. Ya ve usted que mover la caja de bolas en nuestro país, accionar la palanca de cambios, sacudir el cigüeñal con el diferencial —¿azucarero?— a tope, no es acogido por el populacho con la justicia que en la antigüedad mostraban los griegos, o los mismos Incas de encocado coco, al paso de sus venerables chasquis, verdaderos venablos humanos. Pocos respetan ya a un bólido, sobre todo desde que algún imbécil comenzó a confundirlos con los rúsidos.

Siempre me he preguntado —y me perdonará la digresión tan larga antes de colocarme en su atlético carril— por qué en nuestra isla, lo de correr, es un deporte tan popular, si al final no se avanza mucho ni para adelante ni hacia los lados. Siempre llegaremos al borde del marx, con esos arrecifes tan descuidados por tantos gobiernos ineptos. Nuestro deporte nacional debiera ser la natación. Cuarenta y cuatro años nos avalan: nada por aquí, nada por allá. Y con esa agüita maléfica rodeándonos. Si olvidamos que es el hábitat natural de ciertas sardinas bastante grandes, como escualos y predadores similares (hay que olvidar la falaz tonadilla migratoria esa de: "al escualo hay que llegar puntual…"), seríamos el país con la piscina olímpica más grande del mundo. Pero ¿correr? ¿para qué? Sin embargo, nos pasamos la vida en ello. Corre, que llegaron las papas. Corre, que dieron otra vuelta de tomate. Corre, que se acaba el refresco. Corre, que la guagua volvió a detenerse en la otra cuadra. Si uno coge impulso en el Faro de San Antonio, cuando se viene a dar cuenta, ya está metiendo las patas en Maisí.

Sospecho que toda la culpa es de Perucho, aquel buen Pedro Figueredo que de mí nada murmura marmóreo. Claro que, en el caso del origen y coloratura suyos de usted, ya había cierta larga experiencia acumulada con anterioridad a la letra que Perucho escribió sobre un cartucho, usando la montura del caballo como buró de quejas y sugerencias. Sus antecesores, cuando lograban zafarle al grillete, agarraban monte adentro, en una de las rutas de transporte más masivas y socorridas en los siglos XVI, XVII y XVIII: la Treintiuno "Cepo-Palenque". El equipo Cimarrón fue el más veloz de la Isla durante mucho tiempo, pero contaba con el inapreciable estímulo de los perdigueros detrás. Y el entusiasmo de los rancheadores, que era un público bastante exigente. Luego llegó Perucho, vía Barcelona, y le puso música al asunto. Y con lo patriótico, quedó marcado en la marquesina del estadio lo que iba a convertirse en un deporte de populoso: el musleo a millón, el despetronque a todo gas, la canilla explosiva, el "huye pan que te coge el diente", la estampida —que no es precisamente eso que se le pone a las cartas, y menos una foto de los santos—. Desde aquel infortunado reclamo regionalista, con el que el Figue puso a los de mi pueblo a patinar insurrectamente en nombre de la patria, nadie ha parado, y mire que hace falta un stop de vez en cuando. Aquel "Al combate, corred, bayameses, que la Patria os contempla orgullosa…" nos inyectó una energía y una reacción al picapica en tropel, endiabladamente agotador. Claro que yo, en los treinta y siete instantes de una primavera en que anduve por el caimán, quemando el tennis, y específicamente cuando comencé a ser poco confiable y todo un espléndido desconfiado, rebusqué con estos picarones ojos en derredor, y qué digo en derredor, incluso en todas direcciones, y no vi a la patria contemplándome ná, ni orgullosa ná, a menos que la señora anduviera de incógnito supino. Es posible que, como "La patria es de todos", ese día a mi alrededor, cualquiera estaba encarnando tamaña responsabilidad y yo no me percaté, pacato.

Si tenemos en cuenta que Perucho plasmó sus plasmáticos versos de incitación al correcorre en mi ardiente pueblo, y que uno de sus más recientes logros alcanzados —allí, en mi pueblo, no en Perucho— tiene que ver con la fertilidad, anunciado a los cuatro puntos provinciales con esta noticia: "Obtienen más de 20 mil toneladas de humus de lombriz en Granma", ya me dirá usted sobre qué terreno andamos corriendo y rompiendo récord. No quisiera verme obligado a explicar —en realidad viajé muy lejos para no verme obligado a nada nunca más— qué cañájaro es ese humus, que no es erectus, y mucho menos "humus en tus ojus". Tampoco se refiere a una tribu de chinitos sin escrúpulos, encabezada por Attila, que era huno —pero en esta vida si no es huno, es otro, y los bárbaros no se han extinguido por completo— sino a las excretas de lombrices criadas en cautividad. Llevados por el ímpetu matemático y hasta casi pitagórico de la regla de tres, cualquiera con dos dardos de frente —por muy popular que sea— haría unas complicadas asociaciones entre la excreta de lombriz, el cautiverio, lo fértil que resulta estar bajo tierra y el hecho de correr según qué pistas. Un territorio que se ufana de tener más mierda que nadie, así sea de lombrices, es como para meter velocidad máxima, espantadísimo.

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