Yo he intentado hacer una especie de retrato robot suyo, siguiendo la pauta de esas descripciones: independiente, espartano, íntegro, frugal, gótico, rebelde, solitario, atormentado, masoquista, castrense e iluminado, y lo que me sale es algo parecido a Pedro Ross imitando a Randy Alonso. Claro que ya lo castrense y masoquista —si lo miramos como "enquistado en la masa"— me da algo más terrible, así que prefiero remar que aquí no pican e ir a mirar el mucho busto que le han hecho detrás de la Plaza Real, en la Barcelona donde tuvo usted "la vida colgando de un hilito" en uno de sus troskis ideológicos durante la Guerra Civil. No olvidar que León Troski murió de exceso de hierro en el cerebro, así que mire el daño que pueden hacernos los metales. Claro que si meto chaveta y podo algunos de los apodos que le endilgaron, por ejemplo, íntegro, independiente, rebelde e iluminado, me sale algo más cercano a Liborio, el personaje de Torriente, que los cubanos hemos decidido ser desde su invención, con denodados y firmes esfuerzos en los últimos 44 años de breve vida feliz, para seguirle la huella a Francis Macomber, y que uno que yo me sé nos desescomber. El resultado de esos trazos sicológicos es lo más semejante a un pollo de granja que he visto, con algún lejano parentesco con el guanajo relleno.

Y ya que estamos granjeándonos simpatías, en la puerta agrícola de la granja, he de confesarle algo: yo me crié en una de ellas. Una hermosa y soleada granja, animal, acariciada por las olas del caudillismo, que luego pusieron en órbita con perra adentro. No pasó un año de que mi madre me pusiera y del nido fui directo a la incubadora. Ella sufrió mucho con el íncubo, pues casi no pudo alimentarme antes de que me atropellara la libreta de racionamiento. Lo pensaba tanto para darme la teta que, cuando yo lograba pegarme firme a los penzones, ya lo que bajaba por ellos era calostro mezclado con tableteo de ametralladoras. Luego me enseñaron los mandamientos escritos en la pared de salitre, y hasta me sentí engulloso de pertenecer a la especie. También grité, conmovido y afónico, el lema aquel de "Cuatro patas, sí;  dos patas no", o algo zoológico que en el fondo es lo mismo, pero que tiene honda simiente hispánica: "Dentro de la evolución, toro. Fuera de la evolución, jaiba", que me mantuvo entre las filas por temor a involucionar y terminar como gusano o paramecio.

La primera vez que leí su fábula sin férula, me sentí muy ofrendido consigo mismo, y hasta conmigo miasma. Me sonsacó las cejas, los pelos y señales, me sancocheó la marímbula de abajo como si fuera un uppercoutt de derecha —cuando realmente era un gancho de izquierda, ¿o a la izquierda?— y caí en larga y penosa enfermeridad de esa sustancia gris que se confunde con la abulia por parte desmadre. Qué fuerte, tío, como dicen los hispanoparlanchines hoy día, mola mazo, para seguir en la misma algarabía sincrética. Me dio rabia conmigo mismo, con mimé, lleno de mimetismo, que es la manera más recta y directa de la inmediatez, porque le "juro Juana que tengo ganas" que no me había dado cuenta de que lo descrito en su novela resultaba ser mi diaria, cotidiana, forúncula irrealidad en vivo, directo y a todo color. Con el ligero y poco grácil diferencial azucarero de que era copia al carbón del orinal original. Más que fábula era fámula tormentosa y aberrante, para cargar esta tabarra de más adjetivos. En vez de nieve, confetis de carnaval caribeño. "Tú que lo tiene grande y pelú/ afeitete lo bigote". O, entonando un himno más jacarandoso que el belicoso de Bayamo: "Ajá, ajá, ajá/ el perico está llorando".