www.cubaencuentro.com Lunes, 19 de julio de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Charles Perrault (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Pulgarcístico y belladurmiéntico Monsieur Charles Perrault, dale dos:

Perrault

Yo le digo a usted que no hay cuerpo que pueda estar durmiendo la mona cien años seguidos. Cualquier urólogo medianamente graduado le argumentaría, vejiga mediante. Y más en el caso de una vejiga como la que usted nombra en su narración como Bella Durmiente del Bosque, con la uretra toda juvenil y acostumbrada a regular los aminoácidos constantemente. Porque miremos bien la cosa en el original —que si se juntan vejiga y original, siempre que el original sea esmaltado, ya hay líquido de por medio, y urea a montones—, la niña de marras, que no dudo fuera bella, no dormía al descampado, bajo las frondas del bosque, sino en palacio. He ahí la primera cochambre de su obrita.

En caso más parecido, aunque de sexo y estética diferentes fue el piloto norteamericano Thomas Pete Ray, derribado en Bahía de Cochinos, y que estuvo 18 años y 8 meses en una nevera del Instituto de Medicina Legal de La Habana, por orden del Cuentista Mayor. Pero ese no se pinchó un dedo con una máquina singer, ni tenía hadas revoleteando alrededor. Y no dormía, sino que estaba congelado contra su voluntad. Dudo mucho que despertara con un beso del Príncipe Azul, que en este caso era verde y barbudo, el ogro con sus logros. Pero prometí ser breve.

Cuenta la leyenda —no solamente lo del indito guaraní trepado en un árbol ¿tal vez porque pasaba el lobo de Caperucita?— e incluso algunos críticos, que todo lo que usted incluyó en aquel primer libro titulado Cuentos del tiempo pasado, de 1697, más tarde titulado —bastante pajareramente para la ocasión— Cuentos de mi madre la Oca, y después —como para borrar toda duda y colgarle de por vida el sambenito— Cuentos de Monsieur Perrault, que todo eso que entintó en sus noches de hastío, eran historias que recogió de boca de los habitantes de su tierra —la higiene en aquellos tiempos estaba por los suelos—, que es como decir que copió directamente de Radio Bemba, ilustre emisora que funciona como no imagina en mi isla.

Si lo miramos desde un punto de vista bastante pérfido y perdulario, como es el que poseo —muchas veces he ido al oculista para ver si puede cambiarme el punto de vista, pero me dice que no hay remedio—, usted fue un pionero de lo que ahora se conoce como "informes", y que científicamente no dejan de ser chivatazos. Usted paraba la oreja peluda, tras echarse para atrás la guata de la peluca, y con nocturnidad y alevosía dejaba constancia de todo lo que le habían contado sus ingenuos vecinos. Eso quiere decir que toda mi infancia la pasé escuchando por boca de mi madre chismecitos de barrio, anécdotas llenas de envidia, charcuterías de baja estofa. A mi alrededor se contaban oficialmente otros, que eran más macabros, y de alta estafa.

He prometido ser breve —en la Isla fui breva y el Cuentero Mayor me sacó toda la nicotina— así que iré, como cualquier africano damnificado, al grano —¿puede haber alguien más constantemente damnificado que un africano?—. Hablemos de la bella y durmiente.

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