www.cubaencuentro.com Lunes, 19 de julio de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Ernesto Lecuona
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Sibonéyico y apianador Ernesto Lecuona:

Es posible que la mala costumbre de tomar agua directamente de la pila, le provocara lo de andar componiendo música india. Como si el casabe tuviera rima y cupiera en el pentagrama. Por suerte no fue toda, pero lo indígena agarró cierto relieve en su vasta obra, tal vez por el aquello de que Guanabacoa, donde nació el 16 de agosto de 1895, siempre fue conocida como "tierra de aguas", asentamiento indio de los mejor equipados. Iba a decir que allí vino usted al mundo, pero yo, que viví en la Villa durante 17 años, poco mundo pude admirar en el territorio. Tal vez todo era culpa de la ruta 195.

Ernesto Lecuona

Tampoco vi jamás a un indio en la extensa pradera contenida entre El Semáforo y La Jata. Lo más parecido a un guayabo blanco fue uno que se cayó de una película de Kevin Costner, y luego no sabía regresar. La policía lo interrogó muy amablemente y luego lo devolvió, pero no sé a dónde. El otro fue Oswaldo Gómez, El Indio Araucano, así que nada tenía que ver con los nuestros.

Otro detalle que quizá influyó en su obra posterior, y en su genialidad para captar el ambiente, atrapar sonidos y traducirlos, fue lo familiar. Sus padres parieron 12 muchachos, y usted era el último de la manada, lo que le convertía, no solamente en el más pequeñajo, sino en un recién llegado habitacional, y tenía que dormir donde malamente pudiera, que suele ser, en casos de becas y otras catástrofes, el sitio más inhóspito: pegado a una ventana desde dónde se escuchan todos los ruidos del mundo, o con la oreja fronteriza a un baño. Además de provocar ojeras y malos sueños, como que se desarrollan muchos sentidos mientras se atrofian otros, dicen que hasta la memoria, pero no lo puedo afirmar porque no me acuerdo.

Así aprendió a atrapar su entorno y hacerlo música. Y yo le envidio de veras, porque, con mis limitaciones auditivas, la bulla que sentí viviendo en Guanabacoa me pareció siempre eso mismo: bulla. Lo que no me explico es en qué parte de su casa lo pusieron a dormir, que escuchó tan claritos los compases andaluces para escribir sus ruidos más españoles.

Y otra cosa que le envidio —muy sanamente, eso sí, porque no he llegado aún al grado de especialización de otros, a quienes envidio también— es que usted solito, usando las dos manos y la cabeza, cruzara la puerta de la Historia, tan campante y radiante. Algunos boxeadores han logrado lo mismo, incluso sin la cabeza, pero ese es otro tema.

A las puertas de la Historia suele haber unos molotes de apaga y vámonos, una arrempujadera insoportable, y siempre se acaba como la fiesta del Guatao, con roña tumultuaria. Sin embargo, usted cruzó sereno, despreocupado, silbando algo de su cosecha. Porque lo más interesante es que lo logró componiendo. Y aquí he de decir, sin envidia, que hay otros que logran hacerlo descomponiendo.

A pesar de su grandeza, no hay que creerle todo a pie juntillas. Se lo digo porque ni el amor es azul, ni todo es tan bucólico como nos contó en muchas de sus creaciones. Porque, a la par de esa peste bucólica que contagió a muchísimos músicos de la Isla, hubo otra fiebre, indonésica o indostánica, un mal bastante taíno por los pelos que luego desembocó en Rita Longa y aquel edulcorado conjunto escultórico de la Laguna del Tesoro, donde estaban los indios en una envidiable armonía, como divirtiéndose todo el tiempo, pasándola barín, de butin jai, ajenos a lo que les iba a caer encima. Sindo Garay se puso a bautizar a sus hijos con esos nombres, y uno no sabía bien si era trovador o el último behique que conservó la yuca enhiesta.

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