www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 2/3
 
Carta a Rita la Caimana
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Eso es goce puro y no lo que dan las movilizaciones políticas, que provocan bursitis, calor en el hígado, molestias renales, lesiones de columna y garganta, entre la pancarta, la banderita, la foto del quinteto de Stirlitz —conocidos bajo la carpa internacional como "los circo héroes"— y la parafernalia. Lo de llevar un mártir a cuestas es un asunto que jamás he entendido muy bien. Y menos si se hace aullando lemas, cumpliendo con ese antiguo ritual de "El muerto alante y la gritería atrás".

Pero tú no, no tú. En aquella época en que te conocí, recorriendo las estrechas aceras de la calle General García, atravesando el parque de mi pueblo, ante el asombro marmóreo de Carlos Manuel al verte pisar el Céspedes, para sumergirte en el barrio La Cutara, atravesando la plaza de la iglesia hasta donde lanzaba su rumor el ancho río —que con el tiempo ha logrado tener una sola orilla— eras una reina en su salsa, predecesora de Celia Cruz. Y abierta a críticas y sugerencias, a peticiones e insultos, a halagos y asombros. Y a todos respondías con el mecanismo aceitado de tu cuerpo, rompiendo a bailar la más obscena de las rumbas primarias que un ser ufano como yo haya visto sobre este mundo mal administrado por Dios.

La danza primigenia, el ardor del sexo y los intestinos, que aún no sé si era el cauce indetenible de tu locura derramada o que a esa hora el cemento de la acera ardía como carajo bajo tus pies descalzos. Con el ingrediente que le aportaste a nuestra cultura regional, no me extrañó que muchos años después, un dirigente de las artes respondiera al nombre de Cayuco.

Era tan envolvente tu coreografía individual, tan absoluta en alguien de sarna y hueso, que llegué a pensar que eras esa "Rita, la única", de la que todos hablaban con respeto. Ya crecidito vine a comprender el origen de mi error. "La única" era otra Rita, de apellido Montaner, y había sido, como tú, gloria del arte pero con resonancias más amplias. Y dicen que también era una verdadera "caimana", irritante Rita en otra ruta.

Tú eras de otra extracción. Realmente costaba extraerte de tu penumbra mental, aunque algunos, muy piadosos, lo lograban. Y de cada extracción te extraían un hijo, que siendo en tierra oriental y ardiente, era un mijo —al nacer se le decía, llanamente, mijito—.

Tal vez por ese intercambio solidario, por tu amable disposición a aportar nuevos bayameses, por estar tan abierta, como dije, a críticas, sugerencias e injerencias, Los Compadres incluyeron una misteriosa estrofa que ahora veo muy clara, y que dice: "El día que se perdió Rita/ yo estaba perdido también./ Rita es una papa frita/ que baila en cualquier sartén".

Es inaudito que se hable así de tu capacidad para procrear, que no era totalmente maternal, sino como de consigna de aeropuerto, algo parecido a una casa de empeño, donde todo el que quería te empreñaba. Algunos de tus más urgidos admiradores —que también estaban un poco pa'llá pa'llá— pasaban por tu matriz y te colgaban algo en el armario. Fruto de esa capacidad tuya para guardar lo ajeno era el seremil de hijos que te seguían, en fila india, a todas partes.

Vástagos de todos los colores y sabores, era el más amplio muestrario de la raza humana, que se vio en pueblo tan pequeño. Era una ONU ambulante. En este mundo sólo he conocido dos mujeres así. La otra era Josephine Baker, pero le ganabas de a calle, al  fabricarlos tú misma, con donaciones baratas. Alguno de esos hijos tuyos ha de tener mi edad, así que cuando pueda, que me la devuelva.

Pero el alegre desenfreno no te obnubilaba. Al menos no te obnubilaba más de lo que ya estabas, que era bastante para un solo cuerpo. Mantenías vivo el sentimiento patriótico que nos caracteriza a los bayameses aunque vivamos lejos de una antorcha, por precaución histórica. Me emocionaba ver cómo asumías los nuevos tiempos, que venían pletóricos de cambios, fervor antiimperialista, entrega total a los jefes del proceso.

No olvidaré la emoción que me embargaba cuando te mencionaban el nombre del impetuoso líder de la revolución. Bastaba que cualquier viandante bien intencionado te preguntara dónde estaba el barbado e impetuoso muchacho, para que, con desbordada efusión te alzaras la falda, descubriendo tus cimientos al pelo, y todos vieran que allí, en lo más jugoso, recóndito y usado de tu anatomía, sobresalía su mentón de barbas irredentas. Con esa visión de tus vellos menos bellos y más impúdicos, entretejidos y rebeldes, recordabas las viriles barbas de tu vecino arder, aunque sospecho que pocas veces las ponías en remojo.

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