www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 2/2
 
Carta a Miguel Teurbe Tolón (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Y más peor fue lo que vino luego. Iba a decir más tarde, pero no podemos hablar de muchas tardes, ya que vivió usted como montado en moto acuática, y ya estaba entregándose en forma de abono el 16 de octubre de 1857, que dicen era un buen año para morirse en el país. Por eso, antes, aprovechó al máximo lo que le tocaba, y con profesores particulares aprendió latinidad, retórica, ciencias naturales y filosofía. Ya con la latinidad iba pulido, aunque un extracto de todo lo demás daba pisto y esplendor. Así, además de retoricar en cualquier atrio o podio, podía usted zumbarle a los imprudentes algunas libras de versos si le preguntaban cómo iba la ciencia. Y de ñapa le posaba la tojosa en cualquier ateje portátil a los descuidados.

Fíjese que estoy con la boca abierta de la sorpresa. Y temo que me entre un guaní y todo. Con el cuento y la fabada, explicó usted Filosofía Natural en la Sociedad Filarmónica de Matanzas, que era entonces una buena orquesta donde no importaba quién se pusiera un poco bombardino, levemente oboe, o que faltara un violín. Y hasta le alcanzó el tiempo de ser intérprete oficial de la Real Hacienda, y profesor de historia, filosofía, inglés, esgrima y retórica. La esgrima y la retórica no se llevan muy bien que digamos, pero siempre puede perfeccionar el antiguo arte cubano del sablazo, que le garantiza fondos monetarios.

Era usted un hombre sin fórceps, ilimitado, arcifinio, plagado de pasadizos interiores, balcones a la calle y secretos baños intercalados. Era frondoso. Todo un archimandrita, palabreja cuyo significado tampoco sé, pero que estaba loco por soltar. Por eso se buscó líos con el coloniaje —a usted, cristiano que quería colonizarlo, le despertaba las ganas de anexionarse. Se anexionaba a cualquier cosa—, con el gobierno, con las autoridades, con los déspotas, con los intransigentes, con los intolerantes, con la soldadesca, con los verdugos, y tuvo que anexionarse urgente y físicamente otro territorio. No sé si se dio cuenta la cantidad de términos que he tenido que usar —derrochar, diría yo— para nombrar la misma horrible cosa.

Entonces, allá, en la barranca de todos —ya empezaba a conocerse así el exilio cubano en los Estados Juntos— se hizo guanín, y de tanto aletear "entre flores i entre rosas", se le puso a tiro un Narciso que era más López y anexionista que perfumada oropéndula, y le contó sus sueños, que dibujó usted, enfebrecido, más tarde, porque tenía así la tojosa trémula a nivel de pluma versátil. Lo mismo rasgaba que dibujaba. ¿Y qué salió de todo aquello? Ah, pues la bandera de las barras y las estrellas, y hasta el escudo cubano, que es un armatoste muy medieval y abigarrado, amén de inútil, pero que en los cuños queda de lo más mono.

Mire qué cosa más triste para un poeta, que la gente olvidó sus prístinos y cantarinos octosílabos. Todos le recuerdan por haber dibujado la bandera cubana, y a mí no me hace mucha gracia. Fue un gesto inocente, casi infantil. Cualquier niño se la dibuja a usted, en teniendo lápices de colores, en un santiamén. Es lo primero que aprenden a dibujar, junto a una casita de materiales baratos. Si uno agarra todas las casas que pintan los niños, y las junta, se forma el pueblo más feo y aburrido que se haya visto.

Como estaba de moda el simbolismo, o lo iba a estar —es que los seres humanos tienen tendencia a lo simbólico—, el estandarte tenía su lectura, que no fue así porque le gustó poner azul por todos lados y rojo por el otro, o que solamente le quedaran esos dos lápices con las penurias del destierro. Cada franja añil representaba una región de las de antes, de las que existían en su tiempo y fueran ratificadas luego en la Asamblea de Guáimaro, que fue una reunión muy movida, donde usted se tropezaba un prócer a cualquier hora y lugar, y donde ya les veía el brillo de la alegría secreta de saberse en los futuros billetes.

Por eso es que a mí la bandera como que me hipnotizaba siempre: la raya de arriba, era la Región Occidental; la siguiente, la Central, y la otra, abajito de todo, la insurgente, gloriosa, hospitalaria y dispuesta siempre a mudarse para las otras, Región Oriental. A menos que uno hiciera la lectura de izquierda a derecha de frente al caimán. Otra cosa, mariposa, era si la lectura la hacía un oriental irredento, que la cargaba de otro simbolismo —¿no le advertí que era una manía insoportable?— y veía que se empezaba de Orienta a Occidente, por accidente histórico, y teniendo en cuenta que la primera franja debía ser la cuna del heroísmo, ese anafe donde se habían cocinado todos los molotes y arrempujes libertarios, partidarios, asaltarios y guerreros. Y yo siempre, de vaina, pensando para qué lado me caía Bayamo en la movida.

Lo del trapo, va y pasa. Los hombres tienen una extraña obsesión de pertenecer a un equipo, y enarbolan su parte femenina del modo más textil posible. De manera que, allá en el fondo, en nuestros ínclitos y preclaros, rondaba el bichito de no ser lo que nos tocaba: una nación indo-mandinga, y se tiraban para Pigalle al primer ramalazo. Perucho fusilando La Marsellesa, y ustedes, ambos los dos, Narciso y Tolón Tolón, inventando una insignia insigne. Y para no hacerla insigniaficante y sí completamente ígnea, le colaron los colorcitos franceses, y algunas contraseñas masónicas, para que la veta criminal de Robespierre tuviera algo de ilogia ideológica. ¡Con tantos colores que hay en el alfabeto, cará, y mira que tener que repetir!

Me gustaría concretar lo del escudo. Escudarnos en ese remache que tiene una palma esbéltida, y pervertida, como augurando nuestro porvenir de yagua, que dicen que si está para uno, el conuco tendrá techo de ese material. Un escudo es para defenderse. Y quien se defiende tras una penca, da qué pensar en su categoría de penco. A pesar de que la profesión de heráldico existe, a mí me resbala más que al guanín. Así que le espero poéticamente en otro taller, que vamos a poetizar antes de que se nos funda el 16 de octubre de 1857.

De escudero con escudilla, lejos de Tolón y del atolón,

Ramón

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