www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
Parte 3/3
 
Carta a María la China (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Y lo mejor: siempre en la guarapachanga, abierta, democrática, para las niñas, pá las señoras, todos unidos, ricos y progres, como evocando aquella sentencia bíblica que reza: "Con el mismo baro que midáis, os medirán", pues no olvidabas que en La Habana, el que no tiene de congo, tiene de Camajuaní. Cada reflexión tuya llegaba con la carga acumulada de siglos, tamizada por la certera representación de lo popular, para que la masa toda agarrara del mojo. Un día me di cuenta que eras la viva representación de lo aristotélico, camuflado en esa obra monumental del pensamiento titulada La yuca de Casimiro.

Más allá de la pura acción plástica —¡y que nadie te haya reconocido como precursora del happening, cará—, me fue llenando de asombro el sentido oculto de lo que le soltabas en la cara a los paseantes. De la mínima ejecución solidaria, la comentada tocadera de orejas, que te servía para vaticinarle a algunos que eran muy "mala hoja" —término que Freud envidiaría— hasta el diagnóstico de otras disfunciones sexuales escondidas, con frases como "qué blandita la tienes", "no se te para mucho" o "eres lento para ponerla dura". Era un reto en el sentido de desafío zafio —en oriental antiguo, lo reto son las osamenta, lo depojo, los hueso, el equeleto—, un guantazo en el rostro ajeno para no perder lo que nos identifica, mejor que la policía, como pueblo: ese ajiaco extraño del machuque senegralés con lo gaditano, mojado con sidra asturiana y adornado con frijolitos chinos.

Yo poseía en aquel tiempo —además de hirsuta barbilla de reverde con casa— esa ingenuidad que me permitió mirar con otros ojazos tus maniobras. Y esperé inútilmente que tus profundos prensamientos aparecieran en la prensa. No sabes cuántos amaneceres apacibles gasté, esperando escuchar el voceo del periodiquero diciendo: "Vaya, lo que dijo ayer La China", sin que fuera una resolución de las Fuerzas Armadas o declaraciones de ese general que comparte estrechísima consanguinidad con Esquizoide Grande. Ese es loca de otra dolencia. No soy experto en grados militares, y me asombra el término de General de División. Si un General divide —o la división es general—, un Comandante en Jefe desconcierta.

Lo confieso, sí, grito aquí que me diste los instrumentos filosóficos con los que fui monitoreando al Estado. Más allá de que un gobierno que no haya sabido poner, en 46 años, un invierno que valga la pena, es fatal lo de no consagrarte ante todos con el reconocimiento a tu incansable tarea: enseñarnos a morirnos con ella adentro. Lo que pasa es que algo nos secó esa alegría interior que pedías.

Tanto mural del CDR, tanta pared, tanta foto de difunto desconocido, tanta tabarra diciendo que lo que respirábamos, comíamos, mirábamos, bebíamos, tocábamos, pisábamos, olíamos, se lo debíamos a gente que ñampió por ello, nos aplastaba lentamente. Al final, uno se daba cuenta de que la deuda era impagable, que no teníamos nada nuestro y como único se podía quedar bien con los acreedores era muriéndose también. Así que tu grito de guerra era soliviante perfecto y peligroso. Por eso querían extirparte los chistes del ovario. Y aducían que padecías trastornos celebrales, y por eso andabas siempre de jolgorio, celebrándolo todo.

Nunca te fuiste a pesar de que luego te serrucharon el escenario. No te imagino, kungfúsica, trepando a un rugiente camello. Nadie te ha vuelto a ver desde que el boniato perdió la cáscara y comenzó la gran batalla de ideotas. Parece que le ganaron a tu propuesta, pero yo sé que no. Es posible que fueras solamente el fantasma de nuestra culpa, y que aquella Casa de los Tres Quilos, jamás hubiese existido o no tuviera nada que ver con tu historia. Es posible que al colgar los tenis hayas logrado, al menos, uno de tus más dorados sueños: que te velaran en la Funeraria de Zapata. Siempre dijiste que allí, en ese recodo, se juntaba la esencia cubana. Allí, a pocos metros, contando con la posada cercana y la necrópolis, eran vecinos "el que más sufría y el que más gozaba".

Abriendo un lejano paraguas para que escampe,

Ramón

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