www.cubaencuentro.com Miércoles, 08 de septiembre de 2004

 
   
 
América Latina
La igualdad absoluta es un tabú favorito de dictadores; la igualdad de oportunidades, un asunto totalmente diferente.
por MARIFELI PéREZ-STABLE, Miami
 

"La dependencia" solía ser un dogma que servía para explicar todos los problemas de América Latina. Después de 1492, el continente emergió subordinado a un sistema de Estados y mercados que beneficiaban a las potencias imperiales. Europa y Estados Unidos renovaron el capitalismo a expensas de Latinoamérica, que se quedó atascada en una rutina de subdesarrollo. Sólo liberándose podrían los latinoamericanos lograr lo merecido, o así se decía.

Niños
Venezuela: barrio de 'sin techos'.

La ya extinta escuela de la dependencia descansaba en dos suposiciones erróneas que aún se mantienen. Ninguna de estas ha sido más impenetrable que la opinión de que el capitalismo no tiene nada que ofrecer, cuando justo lo contrario constituye una verdad irrefutable: el capitalismo es el mayor sistema generador de riqueza y progreso de toda la historia. Nada alimenta más el subdesarrollo y la pobreza que la ausencia o debilidad del capitalismo. Sin embargo, la idea de una mejor alternativa aún desafía a la realidad. Cuba se encuentra atascada en esta rutina y no se liberará hasta tanto no se desaten las fuerzas del mercado.

Los movimientos antiglobalización de América Latina se hacen eco de las suposiciones falaces de la escuela de la dependencia. Tienen, sin embargo, razón en una cosa: el capitalismo genera profundas desigualdades que ni el mercado ni el crecimiento económico pueden resolver por sí solos. Durante los años noventa, la región desregularizó los mercados y creció a un ritmo del 3 por ciento anual, es decir, un crecimiento per cápita de apenas el 1,1%. Durante este mismo período, nada hizo mella en la pobreza: el 36% de la población vive con menos de $2 diarios, menos del 38% que lo hacía en 1989. Latinoamérica es la región de mayores desigualdades del mundo. Pero no se deben combinar pobreza y desigualdad.

Chile es la estrella de la globalización en América Latina: unas exportaciones en alza y una sólida administración económica cosecharon un promedio de tasas de crecimiento del 6,5% entre 1985 y 2000 (cerca del 4% per cápita). Si bien a menudo se le da el crédito a Pinochet, algunos presidentes debidamente electos han conducido la economía con mucho más tino. Tanto el crecimiento como la desigualdad despegaron a finales de los años ochenta, pero en los noventa la pobreza fue reducida a la mitad —pues nada ayuda más al pobre que el crecimiento económico—. A su vez, los gobiernos democráticos han evitado que creciera la desigualdad.

El bienestar es para todos

Con una fe irrevocable en que el bienestar es para todos, los fundamentalistas del libre mercado hacen caso omiso de la desigualdad. Sin embargo, algunos economistas están descubriendo que la desigualdad —que concentra los beneficios del crecimiento en las élites— puede actuar como amortiguador económico: si se amplía la distribución de los ingresos, más personas pueden consumir, ahorrar e invertir, lo que a su vez aumenta la producción.

Otra vez Chile se merece todos los aplausos: gobiernos capaces han diseñado políticas dirigidas a echarle una mano a los pobres, facilitándoles subsidios para la vivienda y el cuidado de los niños; ayudas en ingresos para los ciudadanos más desfavorecidos; invirtiendo en escuelas dentro de las comunidades más necesitadas; y poniendo en práctica el seguro por desempleo.

El presidente Ricardo Lagos ha resumido la posición de Chile: "En Europa, el debate es sobre cómo desmantelar el rígido Estado de bienestar. Para nosotros, se trata de cómo encontrar reglas para un crecimiento social más justo".

Este es el reto para América Latina: tejer una red de seguridad pública que sostenga a los pobres cuando fallan los mercados o donde el capitalismo todavía no ha asumido el mando. La globalización ha profundizado la diferencia entre el sector moderno (vinculado internacionalmente) y la creciente economía informal (que crea la mitad de los empleos). El sector moderno puede permitirse razonables niveles de vida, mientras la economía informal generalmente no.

Ampliar el sector moderno —de donde proviene el crecimiento más real— tiene un buen sentido económico. Lo esencial radica en aumentar la producción y, con ella, los recursos para programas públicos que sirvan de asidero a los pobres. Todas las miradas también deben dirigirse hacia el balón en juego: el crecimiento económico.

Este año, Hugo Chávez está decidido a invertir $1,7 miles de millones, provenientes de los inesperados beneficios del petróleo venezolano, en el sistema de bienestar social de los pobres. Sin embargo, nada de lo que ha hecho su gobierno ha dejado crecimiento, el único resultado que puede interesar a los venezolanos más necesitados.

La igualdad absoluta es ya un tabú, favorito de dictadores que se imaginan como salvadores y que no traen más que desastres. La igualdad de oportunidades es un asunto totalmente diferente, y ampliarla requiere que el Estado y el sector privado diseñen juntos formas de asegurar a los pobres una ventaja, creando programas de préstamos especiales y facilitándoles la obtención de propiedades.

La buena economía es también buena política: un capitalismo inclusivo potencia la ciudadanía democrática.

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