www.cubaencuentro.com Jueves, 10 de julio de 2003

 
  Parte 1/3
 
Nacionalismo y democracia
Tras la tempestad, ¿la calma? ¿Cómo atenuar los efectos de casi medio siglo de crispación nacional?
por MARIFELI PéREZ-STABLE, Miami
 

Para fines del siglo XIX, el nacionalismo cubano ante EE UU ya mostraba vetas radicales, y Martí fue su germen principal. La efervescencia populista que entonces cundía a EE UU influyó sobremanera en su pensamiento político. Vivió en una Nueva York agitada por las luchas de inmigrantes y obreros contra magnates industriales y financieros. Martí sentía sin cortapisa las causas de los pobres de la tierra. Su vida en el Norte hizo que entendiera como pocos
Atardecer en La Habana
Cojimar, La Habana. Mar en calma y… ¿diálogo constructivo?
de sus contemporáneos los dos pilares inseparables de EE UU: el democrático y el imperial. Admiraba al pueblo y a sus poetas a la par que desconfiaba de los impulsos hegemónicos que manifestaban sectores de la elite y, por ende, su insistencia implacable sobre una Cuba plenamente soberana.

En 1959, la revolución representó al nacionalismo radical que fue cobrando fuerza a lo largo de la república. A principios de los 60, la soberanía ganada ante EE UU y los avances en justicia social forjaron en los cubanos que la apoyaron un vínculo afectivo tan fuerte que incluso hoy, cuando en Cuba no queda ni rastro de lo que fue —o prometió ser— la revolución, algunos sectores de la población aún sienten su ascendencia. Luego del repudio prácticamente universal que sufrió por las condenas y los fusilamientos recientes, el régimen cubano ha empezado a evocar el espectro de una intervención de EE UU para desviar la atención de sus desmesuradas y sumarísimas acciones. Pero el mito de la revolución ya no puede soslayar la realidad de la dictadura que azota a Cuba.

"Sin democracia no hay país" bien pudiera haber sido el lema de la vertiente moderada del nacionalismo cubano que logró su máxima expresión durante la primera república (1902-1933), frecuentemente menospreciada por la Enmienda Platt. Martí también había puesto todo su empeño —civilista e incluyente— en extirpar "el espíritu autoritario" y fundar una república de "sincera democracia". El buen gobierno era inherente a su pensamiento, ya que Cuba no podría ser libre si reproducía el despotismo, la arbitrariedad, el personalismo y la corrupción consustanciales a la colonia. Una vez fundada la república, Manuel Márquez Sterling reflejaría la preocupación martiana: "El civismo es, después de todo, la manifestación definitiva de la independencia consolidada". Si el nacionalismo radical señalaba los peligros que emanaban del gobierno y el capital de EE UU, el moderado volteaba su mirada al interior de Cuba.

El nacionalismo moderado era realista y, en ese sentido, contrastaba con Martí. Una Cuba absolutamente independiente no tenía ningunas posibilidades a principios del siglo XX: EE UU era una gran potencia emergente y Cuba un pequeño país a 90 millas. Las relaciones de los grandes poderes con sus vecinos más débiles inevitablemente están plagadas de tensiones, imposiciones y frustraciones. En el caso cubano más aún, por la expectativa de equidad ante EE UU que se fraguó a lo largo del siglo XIX y que, al ser defraudada, gestó resquemores nacionalistas. Con o sin la Enmienda Platt, sin embargo, EE UU se hubiera entrometido en los asuntos cubanos porque eso fue lo que hizo en toda la Cuenca del Caribe durante las primeras tres décadas del siglo XX. Además, la Guerra del 95 —por la contienda en sí, la reconcentración weyleriana y la tea mambisa— impuso pérdidas humanas y materiales elevadísimas. ¿De dónde si no de EE UU procederían los capitales imprescindibles para la reconstrucción económica?

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