www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 2/2
 
¿Quién desea invadir a Cuba?
Empeñado en liquidar la disidencia, el Gobierno camufla su voluntad represiva tras la cortina de humo de una invasión norteamericana.
por RAFAEL ROJAS, México D. F.
 

La derecha del exilio, que desde finales de marzo apoyaba la guerra de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Irak y demandaba trasladar el teatro de operaciones a Cuba, ha expresado su desencanto con el gobierno de George W. Bush. Esa derecha cubanoamericana —los congresistas republicanos Lincoln Díaz Balart, Mario Díaz Balart e Ileana Ross Lehtinen, el ex jefe de asuntos latinoamericanos del Departamento de Estado Otto Reich y la vieja guardia de Miami— había presionado a favor de la inclusión del gobierno de Fidel Castro en el Eje del Mal de la doctrina neoimperial de Bush. Sin embargo, la inscripción de Cuba en la lista de países cómplices del terrorismo fue siempre ambigua y casuística. El viaje del ex presidente Carter a La Habana desmintió las acusaciones de que en los institutos farmacéuticos y biotecnológicos de la Isla se fabricaran armas de destrucción masiva y en el último año el Gobierno de Fidel Castro ha cuidado de mantenerse distante de sus viejas amistades terroristas.

Aún así, la frustración del exilio duro con Washington no ha alcanzado los tonos de amargura y rencor que se vivieron bajo los gobiernos demócratas de Kennedy, Carter y Clinton. El Miami conservador y republicano sabe que Bush, a pesar de esa reciente prudencia en relación con Cuba, es, como Nixon y Reagan, más compatible con su imaginario anticomunista e imperial. Ese viejo Miami, y no el Gobierno de Estados Unidos, desea una invasión contra Cuba, al estilo de la de Irak, que precipite la caída de Fidel Castro e imponga una democracia, controlada por las elites cubanoamericanas. Ese Miami reaccionario —y no la comunidad dinámica y tolerante de la diáspora— que rechaza el Proyecto Varela de Oswaldo Payá y desconfía de la disidencia interna y del nuevo exilio, se opone, con el mismo fervor de Fidel Castro, a la reconciliación nacional y a un tránsito pactado a la democracia en Cuba.

Fidel Castro conoce estas diferencias y fisuras entre Washington y Miami, y manipula a una ciudad contra la otra para alcanzar su máxima finalidad: permanecer en el poder hasta la muerte. Detrás de cada salida exitosa del Gobierno cubano a una crisis interna —Bahía de Cochinos, Mariel, el fusilamiento del general Ochoa, el maleconazo de 1994, el caso Elián— se puede rastrear una historia de desencuentros entre Washington y Miami. Sin embargo, para crear un clima de peligro inminente, una atmósfera de plaza sitiada en la que reinen dos opciones —Estados Unidos o Cuba— Fidel Castro sólo necesita unas cuantas declaraciones beligerantes de políticos cubanoamericanos o de funcionarios de bajo rango del Departamento de Estado. Lo curioso es que esa fantasía de la invasión no sólo logra arraigarse en la mentalidad de una ciudadanía desinformada, como la cubana, sino que alcanza cierta credibilidad en zonas reducidas y autoritarias de la izquierda occidental. ¿A qué se debe esto?

La guerra es el estado natural de la política castrista porque Fidel Castro sabe que sólo la polarización absoluta puede justificar, ante los ojos de un pueblo aislado y de un coro de simpatizantes acríticos, el autoritarismo constitutivo de su régimen. De ahí que las atmósferas de distensión entre Estados Unidos y Cuba, promovidas por presidentes demócratas —Kennedy en 1962 y 1963, Carter entre 1978 y 1980 o Clinton en dos momentos decisivos, 1994-1996 y 1998-2000— hayan sido las más peligrosas para el Gobierno cubano. Con virtuosismo de príncipe maquiavélico, Fidel Castro ha disipado esas atmósferas por medio de una estrategia de confrontación que echa mano de cualquier amenaza a la seguridad de Estados Unidos: la instalación de misiles soviéticos, un éxodo masivo, el derribo de unas avionetas civiles en aguas internacionales o la eficaz campaña en favor de la repatriación del niño balsero Elián González. En esas invenciones simbólicas de la guerra, Castro siempre ha contado con la entereza de un aliado: el exilio extremo de Miami y su representante en Washington, la clase política cubanoamericana.

Esta vez, sin embargo, Fidel Castro no sólo tuvo a su favor la beligerancia retórica del exilio duro, sino el espectáculo de la primera guerra neoimperial del siglo XXI. La puesta en práctica de la doctrina de la "guerra preventiva" en Irak, unida a un análisis gangsteril de la actual administración norteamericana, según el cual, como Bush le debe su presidencia a Miami está obligado a pagarle al exilio derrocando a Castro, le permitió a La Habana difundir la fantasía de la invasión y justificar el encarcelamiento de la disidencia. Así, mientras los servicios de la inteligencia cubana comprobaban que ni en la CIA, ni en el Pentágono, ni en el Departamento de Defensa, ni en el Departamento de Estado, ni en el Capitolio, ni en la Casa Blanca había planes de agredir a Cuba, ya que toda la atención estaba concentrada en el Medio Oriente, Fidel Castro y su Gobierno alarmaban al mundo con la noticia de una virtual invasión militar contra la Isla. Tras la fantasía de esa tragedia, La Habana trató de ocultar un acto represivo: el encierro de 75 opositores pacíficos y moderados, que desean un cambio político gradual y pactado y una democracia soberana para su país.

Durante la crisis de esta primavera, y a pesar de tanto discurso apocalíptico, el Gobierno de Fidel Castro ha procurado mantenerse en buenos términos con Washington. El jefe de la Sección de Intereses de Estados Unidos, James Cason, cuya actividad injerencista desató la represión, no ha sido expulsado de la Isla. El fusilamiento de los tres secuestradores, por debajo del extrañamiento diplomático, fue bien recibido en la Casa Blanca, que no desea otro éxodo masivo de cubanos. Desde un inicio, la prioridad de La Habana estuvo clara: neutralizar la disidencia, que crecía dentro de la Isla y alcanzaba cada vez mayor credibilidad internacional. La tensión con Washington y Miami no ha sido más que la pantalla geopolítica de una arraigada voluntad represiva que lo apuesta todo a la inexistencia de una oposición nacional.

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