www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
  Parte 2/2
 
Las estrategias de Favorino
¿Dogmatismo totalitario o complicidad? Una reflexión sobre los intelectuales y el poder en Cuba.
por JOSé ANíBAL CAMPOS, Madrid
 

Si eliminásemos de este pasaje aquellos aspectos específicos del contexto, muchos coincidirán en aceptar que se trata de una reflexión que puede servirnos, casi literalmente, para definir el estilo de gobierno de Fidel Castro.

Al atribuir las arbitrariedades de aquel período a los abusos de poder, al dogmatismo o al excesivo celo de funcionarios aislados, se desvía deliberadamente la atención del principal promotor y del origen de aquella otra ola represiva. Se silencia que en el discurso de clausura del tristemente célebre Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, el jefe del Estado cubano sentó las "líneas de trabajo" de los años siguientes, esas que los funcionarios de abajo se afanarían por interpretar y ejecutar con el beneplácito del poder máximo. Un pasaje de ese discurso resulta revelador:

"¿Concursitos aquí para venir a hacer el papel de jueces? ¡No! ¡Para hacer el papel de jueces hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad! Y para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad. Eso está claro. Y más claro que el agua".

En efecto: más claro ni el agua. Los funcionarios que ahora, un tanto merecidamente, son usados como chivos expiatorios de aquellos excesos, supieron interpretar en aquel momento "los deseos del líder" y actuaron en consecuencia. Por tal razón, hablar de una etapa superada, basándose en la coartada de supuestas decisiones arbitrarias de unos pocos individuos, sería un sinsentido, de no ser por el deliberado cinismo que implica. Ya que, si bien los funcionarios de entonces ya han sido prudentemente borrados de la historia, el mecanismo que les alentó y les permitió condenar al ostracismo y censurar por más de diez años a autores como César López o Antón Arrufat, permanece intacto.

Claro que satisface saber que un intelectual como Arrufat, o que una gran obra como Los siete contra Tebas, han sido rehabilitados para siempre. Pero algo nos falta. Y es, precisamente, el mecanismo que impida que se repitan de nuevo, bajo otro manto, los "casos Arrufat", los "casos César López" o los "casos Padilla".

El caso del poeta Raúl Rivero sirve como recordatorio bien reciente de esa ausencia. A los cubanos nos faltan las estructuras de control social y político que eviten que un solo hombre, con un pobre criterio estético y una sobredosis de recelo y pragmatismo político, pueda decidir directa o indirectamente sobre la publicación o no de una obra, sobre su premiación en un concurso, o sobre la vida o la libertad de escritores y artistas que escriben y reflejan lo que ven y piensan.

La complicidad del discurso de los actuales funcionarios de la cultura, esos que aguardan la palabra desde las alturas para interpretarla y convertirse en su brazo ejecutor, se ampara en la supuesta necesidad de subordinar la creación intelectual a los más "apremiantes y sabios" caminos de la Historia. De hecho, recuerdan unos versos del joven poeta alemán Durs Grünbein, de los cuales traduzco un fragmento.

En ellos, otro poeta, Favorino (la sola mención de su nombre desata una rica variedad de asociaciones), es interrumpido por el emperador Adriano, que encuentra una mácula en un poema leído durante una tertulia cortesana. Este Favorino, poeta también adiestrado en el arte de la sumisión y de la doble moral, cede y admite su falta, pero luego su mala conciencia le obliga a justificarse delante de sus colegas: " Oh, amigos,/ qué tontos sois al reprocharme/ que me doblegue ante una palabra del poder./ No comprendéis cuán inteligente ha de ser/ quien a sus espaldas lleva treinta legiones./ A la cima le ha llevado su buen latín;/ su juicio, piedra se torna en Egipto, en Bretaña./ Su chispa de entendimiento en materia de arte/ incendia bibliotecas desde aquí hasta Acaia".

El único (y quizás endeble) consuelo, es saber que, aunque Favorino y los que le imitan continúen doblegándose, la historia se encarga al final de poner muchas cosas en su sitio. A la larga, es la obra del poeta la que nos queda. Y ahora que una obra magnífica como Los siete contra Tebas ha sido definitivamente rehabilitada y puede leerse de nuevo en una sencilla y cuidada edición cubana, podríamos recomendarles al emperador y sus exegetas que hojeen sus páginas, que la relean. Allí también se habla del poder y de sus desmanes. Tal vez se tropiecen con esa frase de Polinices hablando a su hermano, el enfebrecido rey de Tebas, en la que le anuncia: " Despierta Etéocles. Empieza tu fin".

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