www.cubaencuentro.com Miércoles, 11 de agosto de 2004

 
   
 
La ilusión criminal
¿Qué lleva a un artista notable a la desmedida pasión de vida y muerte por una causa desprestigiada?
por VICENTE ECHERRI, Nueva Jersey
 

Si un adjetivo pudiera resumir, en mi opinión, la vida y carrera de Antonio Gades —el bailarín y coreógrafo español que acaba de morir en Madrid a los 67 años— es el de patético, tanto en su acepción de sensible y vehemente —la manera en que era capaz de proyectarse desde el escenario— como en la de lastimoso (e incluso bochornoso), cuando se juzga su actuación política, que se tradujo en una abyecta devoción por Fidel Castro y ese régimen que todavía hay quien llame "revolución cubana".

A. Gades
Antonio Gades.

Gades ha muerto en olor de santidad roja, impenitente como La Pasionaria. Apenas un mes antes de morir, viajó a La Habana —adonde ahora han enviado sus cenizas— para reiterarle su adhesión al déspota de Cuba y recibir de sus manos una medalla.

¿Cuál? Cualquiera. Aun si tiene la efigie del primero de los cubanos, será siempre una mácula en la solapa de una persona honrada si la ha otorgado e impuesto Fidel Castro. En el momento en que la izquierda más legítima se distanciaba avergonzada ante los últimos desmanes de un régimen fracasado y decrépito, Gades hacía piruetas de lealtad militante. Tan ingenua, desaforada y estulta era su devoción al castrismo que suscitaba asombro, escarnio y hasta cierta penosa simpatía. Algo de sorna había cuando amigos y enemigos sentenciaban por igual: "¡Cómo él quedan muy pocos!".

La última herejía del cristianismo

¿Qué lleva a un artista notable a esta desmedida pasión de vida y muerte por una causa desprestigiada, cuya aplicación, sin excepciones, ha resultado un fraude y ha dejado un saldo de decenas de millones de muertos? ¿Por qué secretos mecanismos se identifica un hombre sensible, asociado de manera tan vital a la danza —una de las manifestaciones más espléndidas de la libertad—, con una truculenta ideología, engendrada por la soberbia intelectual del siglo XIX y aplicada con alevoso fanatismo en el XX? ¿Dónde se tiende el puente entre el airoso bailarín y la torpe (por pesada) doctrina que tantos crímenes y tiranías ha auspiciado en el mundo? Vale la pena proponerlo.

El monstruo del totalitarismo comunista —de cuya aplicación Cuba es uno de los últimos haraposos sobrevivientes— no es tanto un engendro de la razón (aunque en la razón pretendiera ampararse el cientificismo marxista) cuanto de la fe. El comunismo es —fue, más bien— la última herejía del cristianismo; el intento de poner en práctica, en el terreno de las ideas políticas, la promesa evangélica de que "los primeros serán postreros" y viceversa.

Desde que el cristianismo introdujo en Europa la idea de un reino igualitario y justo, esta utopía retoñó bajo muchos disfraces o apariencias e indujo a muchos cambios, no siempre para bien. Los ilusos se hicieron defensores desde entonces de esa profecía de la igualdad. De los pobres ilusos —no de los pobres a secas— sería el Reino (es decir, la esperanza); de los oportunistas, en cambio, sería el poder.

El experimento marxista-leninista llevó esa contradicción hasta las últimas consecuencias. Un régimen obsceno e ilegítimo, divorciado de la economía, repartía igualitariamente la pobreza (con excepción de su cúpula o, más bien, de su "vanguardia esclarecida"), mientras los soñadores (especialmente los soñadores acomodados, como Antonio Gades) aplaudían y lloraban ante el experimento; y los pobres de veras, cuya única y auténtica aspiración a través de los siglos ha sido salir de la pobreza, iban desencantándose y, en consecuencia, desertando, rebelándose, o marchando por millones a la cárcel o a la ejecución. Finalmente, el sueño se desplomó en casi todas partes. Para los cubanos este "casi" es aún el todo.

Los ilusos más fervientes —aunque medraran en los "antros" del capitalismo vencedor— se aferraban a los detritus del sistema vencido. Se trataba, se trata aún, creo yo, de la insuperable emoción que produce en ciertos espíritus timoratos las uniformadas unanimidades, la noción de ser partícipes de la edificación radical de un nuevo orden representado por niños y jóvenes entusiastas e incorruptibles que entonan, como en Cabaret, el himno de la esperanza redentora (Tomorrow belongs to me), mientras algunos iconos ilustres e intocables envejecen en la administración de ese orden.

Los Gades del mundo, amamantados en el resentimiento hacia la sociedad real que consiente notables injusticias y que suele ser —acaso necesariamente— cruel, y alarmados por la pujanza siempre mutante del sistema que se impone a escala global, se aferraron aún más a esa pocilga estática donde perviven los andrajos de su sueño. El resultado son estas últimas reverencias al castrismo que le hemos visto hacer al artista español, antes de abandonar definitivamente el escenario, patéticas en un solo sentido.

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