www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de abril de 2005

 
   
 
La hipocresía de un duelo oficial
Apertura, derechos humanos, diálogo: Siete años después de la visita de Juan Pablo II a Cuba, Castro sigue sin cumplir las peticiones del Pontífice.
por ORIOL PUERTAS, La Habana
 

Durante muchos años, la voz de Juan Pablo II fue silenciada en Cuba. El arco que cubre casi tres décadas de pontificado transitó por distintos momentos en las relaciones entre la Isla y El Vaticano, incluyendo períodos en los que se reproducían en publicaciones nacionales —tomadas de medios de prensa occidentales— supuestas confabulaciones entre la cúpula católica y el gobierno de Ronald Reagan para derrocar el entonces moribundo socialismo europeo.

Su S. J. Pablo II
Visita del Papa a Cuba: ¿Qué ha quedado de aquella ilusión?

Quizás no pocos recuerden aquellas páginas de Bohemia en las que el régimen se hacía eco de las acusaciones de fervoroso anticomunismo de Karol Wojtyla, expresado primero en su juvenil lucha en su patria polaca contra un sistema considerado perverso por Pío XII, ilustre antecesor en el trono de Roma, y luego al extender esa lucha hacia el resto de la comunidad esteuropea después de ingresar Wojtyla a la Curia romana y ostentar algún poder.

Alineado con el bloque soviético, el régimen de Fidel Castro continuó en los años ochenta haciéndole la guerra a la Iglesia Católica, especialmente dentro del país. Juan Pablo II representaba todo aquello que debía ser combatido sin descanso, justo cuando la URSS comenzaba a desmoronarse y como fichas de dominó el resto de sus Estados satélites. Atrás habían quedado las UMAP, donde fueron recluidos varios sacerdotes y creyentes, entre los que destaca el hoy cardenal Jaime Ortega, Arzobispo de La Habana, y también varios casos de confrontación directa, como el allanamiento de templos y la deportación de clérigos acusados de conspiración.

Se imponía entonces "evolucionar" hacia métodos más solapados de desgaste por parte del gobierno. Cerrados los colegios religiosos y sin acceso a los medios de comunicación, se reforzó la desestimulación de la asistencia a las iglesias, especialmente entre los jóvenes, becados en el campo en su mayoría (a la hora de la misa los templos parecían asilos de ancianos), la represión a seminaristas y no se permitió el ingreso a Cuba de personal eclesiástico extranjero que reforzara las diezmadas filas católicas.

Un panorama así de tenso debió encontrar el primer funcionario de El Vaticano que oyó hablar de la posibilidad de una visita papal al último reservorio del comunismo en el hemisferio americano. La empobrecida isla caribeña, que mucho había retrocedido en todos los órdenes con la agudización de la crisis económica de los noventa, azotada por una dictadura que obligaba a sus mejores talentos a emigrar, aunque fuera en balsas, hacia un futuro menos incierto, era de las poquísimas naciones no incluidas en el mapa de ruta del Pontífice más viajero de la historia.

Luz hacia el cambio

Así, enero de 1998 fue para muchos una apertura hacia la esperanza, una luz enfilada hacia el cambio. El Papa pidió a Cuba abrirse al mundo. Nadie hubiera sospechado el renovado manto de represión y mordazas que, como una burla a sus conciliatorias homilías en Santiago de Cuba, Camagüey, Santa Clara y La Habana, caerían en lo adelante sobre los cubanos en general y otra vez sobre la Iglesia cubana en particular.

Pronto hará una década de la visita de Juan Pablo II y la Iglesia continúa aquí sin poder ejercer libremente su labor, lastrada por un orden de cosas verdaderamente prehistórico. Sigue sin acceso a los medios y excluida de participar en la educación de niños y jóvenes. Sus colegios no han vuelto a abrirse jamás, ni nuevos templos han podido ser sumados a su geografía de evangelización —incluso en algunos pueblos las misas deben ser al aire libre ante el derrumbe o el creciente deterioro de las sedes—, porque no lo permiten las autoridades.

En octubre del año 2003, en un documento puesto en circulación por la jerarquía católica, los obispos cubanos declararon: "Tenemos la impresión de que en nuestro país subsiste una lucha sutil contra la Iglesia, tratándola como una entidad privada o un hecho marginal que puede sustraer fuerzas o energías de la revolución". Y es que evidentemente prevalece en la esclerótica mentalidad del castrismo, entretenido ahora en su redescubrimiento populista con la repartición de ollas arroceras y juntas de goma para refrigeradores, la idea de considerar los templos como cuevas de la oposición, siguiendo la ruta de anquilosadas visiones históricas que poco aportan al presente.

Por ello suenan muy hipócritas los homenajes oficiales de Fidel Castro a la figura del hombre íntegro que fue Karol Jószef Wojtyla. Para dejar atrás ese cinismo que como una mácula acompaña cada acción suya, el senil Comandante debe cumplir con lo que en más de una oportunidad pidió en vida aquel que fue su huésped, evidentemente nada cómodo, por cuatro días: diálogo, apertura, derechos. Es decir, libertad.

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