www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
  Parte 2/2
 
El Castro que llevamos dentro
Negros, homosexuales, gusanos… Conceptos lapidarios de la intolerancia cubana.
por JOAQUíN ORDOQUI GARCíA, Madrid
 

La discriminación racial o de género la ejercitamos de forma un poco más sutil, pero no menos devastadora. Un hombre promiscuo es un simpático jodedor. Una mujer con las mismas características, una puta. Durante la guerra de Angola, miles de mujeres cubanas sufrieron la separación de sus parejas por un período prolongado, y muchas de ellas tuvieron relaciones extramatrimoniales. Lo que hubiera sido un problema (o un no problema) entre dos personas, se convirtió —por obra y gracia de la acción gubernamental— en un estigma político. Varios miembros del Partido Comunista fueron obligados a escoger entre sus compañeras o la militancia. En muchos casos, los servicios de inteligencia se dedicaron a espiar a las mujeres de los combatientes e, incluso, a fotografiarlas para mostrar a los maridos las pruebas de la infidelidad. Semejante locura fue asumida por una gran parte de la población como algo natural. Huelga decir que en los casos inversos, es decir, cuando los viriles combatientes saciaban su nostalgia o sus deseos en otros cuerpos femeninos, sociedad y autoridades corrían un tupido velo, no exento de admiración y de sonrisas cómplices. Como reza un librito muy al gusto de ese entorno, La última mujer y el próximo combate.

Cuando un blanco (o que pasa por tal) al contar una anécdota se refiere a otro blanco (o que ídem), jamás aclara el color de su piel. Si se refiere a un negro o mestizo, la aclaración se torna casi obligatoria. Por ejemplo, si escuchamos: "Un hombre iba por la calle caminando…", podemos apostar que se trata de un hombre blanco. Si no la frase rezaría: "Un negro iba por la calle caminando…", o, en el mejor de los casos, la variante vergonzante: "Un hombre, negro él, iba por la calle caminando…". Los negros y mulatos, sobre todo cuando hablan entre sí, suelen ser más imparciales: siempre aclaran el color de la piel del sujeto, con la salvedad de que en muchas ocasiones dicen "blanquito" en lugar de blanco, como perdonando vidas.

El lenguaje político ha heredado esas denigraciones. "Gusano", "comunista" o "dialoguero" suelen ser términos lapidarios que implican descalificaciones previas, de acuerdo con quien las utiliza. Pero ahí no termina el catastro de nuestra intolerancia. Para muchos habaneros, haber nacido en las provincias orientales constituye un estigma, de la misma forma como para los citadinos la palabra guajiro se trasmuta en lapidación. Y no hablemos de ese ejercicio tremebundo, según el cual, quienes no han nacido en Cuba sufren taras inconfesables, porque "los cubanos, chico, somos los mejores".

Estas prácticas son trasmutables, de acuerdo con el lugar y la condición. El negro citadino desprecia al campesino blanco; el homosexual habanero se refugia en el denuesto del heterosexual de Santiago de Cuba; la mujer blanca, en el hombre negro… Siempre encontramos una fórmula para hallar un otro inferior, desdeñable. También, ¿por qué no?, a un culpable que nos libere de responsabilidades y asuma las causas de nuestros malestares. De esa forma, nos distraemos de lo que nos disgusta en lo que somos, de nuestras cobardías, de nuestros sufrimientos o de lo que como individuos podríamos tener de mejorables. Y así nos va.

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