www.cubaencuentro.com Lunes, 05 de abril de 2004

 
   
 
Los guardianes del fuego
¿Cuál es la maldita circunstancia que rodea a Cuba por todas partes, el agua o los informantes encubiertos?
por JOSé H. FERNáNDEZ, La Habana
 

Nadie sabe de dónde han salido, ni a qué se dedican verdaderamente o de qué viven, ya que el oficio que dicen ejercer no da ni para el desayuno. Nadie conoce la causa de su repentina y desmedida proliferación. Nadie se explica quién o qué les otorga patente de corso para ramificarse y crecer como la verdolaga, justo cuando en el país están suspendidas las licencias para realizar trabajos por cuenta propia. Lo cierto es que ahí están, ocupando un espacio en las calles, en cada esquina clave, en los sitios de concurrencia masiva.

Fosforeras
Cuba: ¿Más rellenadores que fosforeras?

Son los nuevos guardianes del fuego. Por el módico precio de un peso, brindan servicios de rellenado de gas para las fosforeras. Pero hasta donde se sabe, nadie por estos lares posee una fábrica particular de gas licuado, y la adquisición del producto en los establecimientos del gobierno se encuentra estrictamente regulada. Así es que tampoco sabe nadie de dónde sacan la materia prima.

Entre los enigmas que acompañan a estos nuevos cuentapropistas está igualmente el hecho de que por lo general son jóvenes y de aspecto saludable, a pesar de que el esfuerzo que deben dedicarle a esa labor y, aún más, las ganancias que obtienen, no se corresponden para nada con las posibilidades y/o expectativas de individuos con sus características.

Por otro lado, y aunque es presumible que a nadie se le haya ocurrido contarlos, suman tantos, pero tantos, que muy posiblemente hoy por hoy la cifra sobrepasa el número de fosforeras que hay activas en La Habana.

Se comprenderá entonces por qué una vez más a la gente de aquí se le ha encendido el bombillito rojo que avisa peligro, ante estos sujetos que tienen facha de cualquier cosa menos de restauradores de la útil llama. Porque si no son lo que dicen ser, y mucho menos tienen cara de serlo, a nadie sorprendería que se dediquen a lo mismo que otros miles, cientos de miles que están en todas partes y tampoco son lo que parecen, pero a pesar de su máximo empeño por no parecerlo, todo el mundo sabe que son agentes encubiertos de la policía política.

¿Paranoia generalizada?, se preguntarán aquellos que no nos conocen a fondo. A lo que debemos responder: cierto, ni más ni menos, siempre que nos encontramos ante casos de este tipo, razonamos a partir de una carga obsesiva de inquietud, de suspicacia, y con una desconfianza que en rigor desborda los límites de la normalidad. Y es que por absurdo que pueda parecer, desde hace mucho tiempo la paranoia se adueñó de nuestros cerebros, es como un mecanismo de defensa, una suerte de droga a la que entregamos el sosiego y la salud mental a cambio de breves instantes de iluminación.

Entrenados por una experiencia cotidiana que en muchos casos abarca toda nuestra vida, no olvidamos nunca que los agentes e informantes encubiertos de la policía están en cada sitio que pisamos y a cada minuto, nos rodean, nos observan, siguen nuestros pasos, escudriñan nuestros pensamientos, sopesan nuestras palabras. Ello ha desarrollado en nosotros un hipersensible instinto de conservación y nos provee de una agudeza tal en el olfato, que no sólo podemos detectar a distancia los sabuesos mejor disfrazados y más escurridizos, sino que hasta somos capaces de inventarlos donde no los hay.

No es para menos, habida cuenta que entre todos los récords de misteriosa fuente que ostenta esta isla, ninguno quizá resulta más sobresaliente, ni más creíble, ni más efectivo, ni más difícil de alcanzar por otra nación, que el de la cantidad de agentes encubiertos por kilómetro cuadrado.

Se supone que los haya por racimos en los centros de trabajo y de estudios, en los barrios, en cualquier área de concentración pública, entre los vecinos, entre las familias, en los medios de difusión, en las instituciones de cultura, en todos y cada uno de los niveles o entidades de la industria turística y de las empresas que operan con dólares, en los comercios, en las iglesias, entre las delegaciones que viajan al exterior, en las tripulaciones de los aviones y los barcos, en los puertos, aeropuertos y aduanas, en las oficinas de servicio, en los ministerios, entre las organizaciones de disidentes, en las cárceles… En fin, donde quiera que exista una cabeza sobre los hombros y una lengua facultada biológicamente para expresar lo que piensa la cabeza, aun cuando casi nunca lo haga, ni en broma.

Así, pues, no es el agua, sino los agentes e informantes encubiertos, la maldita circunstancia que nos rodea por todas partes. No en balde esa monomanía que nos hace sentir la presencia de un tercer participante silencioso en nuestras conversaciones telefónicas, o aquel axioma popular, condicionado por la certidumbre, unánime, tenebrosa, de que "siempre hay un ojo que te ve".

Visto y comprobado el hecho, los nuevos guardianes del fuego —si es que fueran en definitiva lo que fingen no ser—, no constituyen noticia para nadie. Más de lo mismo, otro toque pintoresco para adornar la ciudad. O en el mejor de sus significados, un indicio, sutil, remoto, pálido, pero estimulante de que nos temen tanto como nosotros a ellos, y que no obstante lo que se diga de dientes para fuera, no nos creen tan conformes, ni tan mansos como realmente somos, al menos en apariencia.

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