www.cubaencuentro.com Lunes, 04 de julio de 2005

 
  Parte 1/2
 
Memorias de un veterano en Angola
por JAIRO RíOS, La Habana
 

A los dogmáticos defensores de la Cuba de Fidel Castro les va a resultar difícil creer que la canción Veterano, del trovador Frank Delgado, es una enorme denuncia de la desesperanza y la desazón de los que pelearon en las batallas cubanas del çfrica.

En ese poema cantado, un hombre que regresa cuenta las penurias que atravesó en tierras angolanas, así como el dolor que le produce pensar en los que no volvieron. Habla de la novia, el perro y la madre, porque siente haberlos dejado solos. Hoy, a treinta años de iniciada aquella épica de intromisión y dolor para todas las partes implicadas, hablar con quienes se lanzaron de bruces ante lo que parecía un gesto de buena voluntad supone un ejercicio confesionario de sobrecogimiento patrio.

Dos décadas de una vida

Loma del Hierro era el sitio hacia donde llevaban a los cubanos que partirían a Angola. Cuando se abrieron las primeras puertas cubanas al conflicto, Daniel fue de los que dijeron sí, sin ningún temor. Veinte años de su vida escuchando las historias de la epopeya rebelde le insuflaron el deseo del lucimiento y de mostrarse héroe ante amigos y familiares. Su vida no fue distinta de la del héroe de la canción de Frank Delgado, pero la guerra siempre es otra cosa.

El miedo ante la metralla de un joven veinteañero no se puede castigar con la injuria y el deshonor. De Loma del Hierro se despidió con los ojos llorosos, con algún dolor en el corazón y alguna flojera en las piernas, ya sea por el miedo a un mar insondable, que no conocía, o al riesgo de enfrentar lo desconocido. Lo cierto es que Luanda se le apareció después de diecinueve días de tumbos, hambres mal saciadas y vómitos de agonía. Para empezar, lo hizo aprendiendo el lado ridículo del heroísmo. Pero Luanda estaba ahí. Él no era de los primeros en llegar, pues para 1986 la guerra estaba cercana de terminar. Mas ahí estaba Luanda, jovial, lumínica, con malecón y todo, como si fueran La Habana, Puerto Padre o Manzanillo. Ahí estaba ella, llena de mercaderías y alimañas y putas y postales de turismo y naturaleza.

Lo asignaron a una compañía de exploración antiaérea. Después de dos días de concentrar tropas en las cercanías de la capital fue llevado hacia el interior del país. Lo primero que hizo fue decirse varias veces que no se dormiría en el camión en que iba. Se lo decía y recordaba las mil historias que le habían contado algunos amigos, los consejos de la madre, los socios del barrio, la abuela, en fin, todos los que lo querían.

Lo venció el cansancio. Se durmió en el trayecto y despertó horas más tarde ante los gritos de ¡a formar! Estaba en un lugar llamado Huambo.

Las lecturas del Inferno de Dante son puro cuento ante el terror de aquella noche. Comenzó a llover como no había visto jamás en su vida. Era un aguacero de gotas gruesas que dolían sobre la ropa verdeolivo, pero inmediatamente comenzó el otro aguacero, el de verdad, el de los plomos. Dicen que las tropas de Savimbi sabían cuándo llegaban los cubanos. Esa noche no hubo cartas, ni abrazos, tampoco botellas de ron.

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