www.cubaencuentro.com Lunes, 08 de agosto de 2005

 
  Parte 1/2
 
Al pan duro, diente agudo
Lucha cívica no violenta contra mítines de repudio y brigadas de respuesta rápida: el camino de la oposición.
por JOSé H. FERNáNDEZ, La Habana
 

La fuerza del poderoso no es más que un accidente que se asienta en la debilidad de los otros. Dicho, visto y comprobado quedó desde hace tiempo, aunque algunos poderosos continúen creyendo que imponerse a la brava significa vencer.

Simpatizantes
Simpatizantes del gobierno se manifiestan frente a la casa de la opositora Gisela Delgado (dcha.).

Por suerte, los tiempos cambian. Y con los tiempos, van quedando en evidencia las reglas del accidente, lo cual representa el principio del fin para los poderosos.

Ocurre en Cuba y también en otras latitudes geográficas. Sólo que en nuestro caso hemos tenido que sudar mucho la camiseta para llegar a este punto, toda vez que el régimen se las arregló desde el principio para imponernos su fuerza disfrazando hábilmente cierto proceder que es muy común entre los poderosos.

A lo largo de casi medio siglo, en la Isla, enfrentarse al poder, totalitario, déspota, antidemocrático, ha significado en la práctica tener que vérselas con una considerable porción del pueblo, que sin dejar nunca de ser su rehén y su esclavo, devino a un mismo tiempo su vehículo idóneo para imponer la fuerza.

Las condicionantes son bien conocidas. Bastaría con recordar apenas el carácter popular que en sus horas iniciales tuvo lo que mal llaman la Revolución, o el hecho de que en cuarenta y tantos años de un dominio absoluto sobre las personas (mediante formas de enseñanza, medios de información, dependencia económica, impunidad y múltiples recursos para manipular y amedrentar), el poderoso tuvo aquí la ocasión única de sofisticar su estrategia, aprovechando la debilidad de los otros no sólo como base sino también como medio.

Para colmo, algunos de sus enemigos, digamos, históricos se han dedicado a facilitarle las reglas del accidente, con medidas de eficacia nula, aunque insistan en venderlas como necesarias (sabe Dios para quién), y con prácticas que han sido como urdidas por el propio régimen, por lo mucho que se le parecen y le benefician.

Así, pues, todavía hoy, quienes deciden desafiar al poderoso en la Isla no sólo deben estar resueltos a concitar la agresión fratricida del igual, el vecino, el amigo, el conocido o pariente. También deben exponerse a enfrentarlos bajo la acusación de traidores, antisociales y mercenarios a sueldo de una potencia extranjera, cargos que no por ridículos resultan menos aplastantes, sea ante un tribunal o ante los palos del presunto pueblo.

Sin embargo, como ya quedó dicho, los años y las calamidades no pasaron por gusto. Tampoco han ocurrido en balde (ni siquiera para quienes sobrevivimos en el limbo de un país cerrado a los avances de la vida real) las conquistas que en materia de derechos humanos y democratización exhibe el mundo.

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