www.cubaencuentro.com Miércoles, 19 de mayo de 2004

 
  Parte 2/2
 
Oro de ley
Guillermo Vidal: El tunero que escribía 'con las tripas' para no ser deshonesto.
por LUIS MANUEL GARCíA, Madrid
 

A pesar de todo, como dijo Vidal, "un hombre es capaz de sentirse libre en condiciones muy duras". Y añadía: "ni se imagina lo negras que me las he visto, he tenido que asistir a un juicio y luego me he tenido que ir como un apestado de mi trabajo como profesor universitario, he perdonado a esa gente, he vivido situaciones límites y he mantenido mi dignidad".

Matarile

Cuando ganó el premio Alejo Carpentier, los desconocidos lo felicitaban y hasta lo abrazaban por la calle. Posiblemente ese fuera su mejor premio. No la estatua que quizás le construyan mañana los mismos que lo expulsaron de su cátedra o los que lo inscribieron en la lista negra de los condenados al diferido. Y con más razón que las cadenas televisivas norteamericanas tras el affaire de Janet Jackson. Guillermo Vidal no habría mostrado, desde luego, una teta rellena de silicona; sino una verdad sin relleno, lo cual es siempre más peligroso.

Buscando la novela ideal

Autor polémico e irreverente, más que un estilista fue un explorador minucioso de la condición humana en obras como Los cuervos, El amo de las tumbas, Confabulación de la araña, Las manzanas del paraíso, Ella es tan sucia como sus ojos, Matarile, posiblemente su más polémica novela, El quinto sol y La saga del perseguido (Premio Alejo Carpentier, 2003). Además de éste, obtuvo los premios Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC (1990), Hermanos Loynaz (1996), Casa de Teatro (República Dominicana, 1998) y Dulce María Loynaz (2002).

No obstante, siguió buscando hasta el último día, buscando la novela ideal: "una que el lector no pudiera dejar de principio a fin y que hablara de lo poco sabios que hemos sido hasta ahora, que la gente envejece y muere y seguimos casi como en la comunidad primitiva, si quitamos unos cuantos artefactos y comodidades (…) sigo esperando esa novela que me hará feliz y si esto ocurre es que me voy a morir".

Hoy Guillermo Vidal ha muerto con la certeza de que su gran novela será la próxima, pero con la certeza también de que cada página memorable que nos dejó era una página de esa novela nonata. La literatura, Guillermo, es como ir a cumplirle a Santiago Apóstol: más vale el sudor del camino que tocar el santo. Sobre todo cuando hay tanto santo trucado, desechable.

Eludió el autobombo y el marketing, despreció la vida de salón y tertulia, no cultivó las amistades convenientes, le pisó los callos a personas poderosas con los pies sensibles y dedicó más tiempo a los buenos sustantivos que a las buenas influencias. En fin, no era "un hombre de éxito" ni "una gran figura de nuestras letras". Él mismo lo contaba:

"Me levanto a las cuatro de la madrugada y oro a Dios para que me permita escribir, leo algunos pasajes de la Biblia y luego releo fragmentos de novelas que elijo por temporadas y que acaricio con una envidia rosa, y cuando parezco un pitcher que ha calentado lo suficiente, me siento ante el ordenador y escribo con gran rapidez y siento que me dictan, siento el tono, veo lo que ocurre en la novela y me creo en esos momentos un escritor de gran calibre, trabajo hasta media mañana si puedo y salgo feliz si me ha ido bien y no reviso hasta después. Escribo todos los días excepto los domingos, tengo una disciplina del carajo, como de obrero ejemplar".

Y uno se percata de que este hombre no estaba dotado para el glamour: era un escritor que dedicaba su tiempo a escribir.

Inmune a la taxidermia

Su prosa afilada y por momentos ácida suscitó con frecuencia la ira de los guardianes de la ideología, sin que por ello Guillermo Vidal, el hombre, quebrara su cordialidad y su sencillez. Se ocupó de los marginales, de los presos y los homosexuales condenados a exclusión social o condenados, a secas, de las familias en descomposición, de lo que se oculta bajo la cáscara de la realidad, y sobre todo del miedo que paraliza y corrompe. Hasta el último minuto, como él mismo afirmó, escribió "con las tripas", jugándose el alma, porque "si se es deshonesto como escritor uno está perdido o comienza a perderse".

El escritor Guillermo Vidal nunca perteneció a nadie. Me temo que su cadáver ya pertenece al gobierno. Cuando se pudran en el olvido sus zonas incómodas, lo exhumarán corregido y revisado, a engrosar el panteón donde mantienen disecados a Lezama y a Virgilio. Claro que el gordo y el flaco deben estarse riendo como locos de sus momias. Guillermo apenas echará una sonrisa socarrona cuando lo encaramen al podio de las glorias patrias. Por suerte hay cadáveres rebencúos, escritores inmunes a la taxidermia. Después que los forenses de la cultura certifican la hora de compilar sus obras completas, muerden.

Guillermo era un católico ferviente. Quizás Dios lo necesitara con urgencia a su lado. Yo me confieso ateo y su muerte corrobora mi incredulidad: ningún Dios tan omnisciente como un narrador clásico del siglo XIX nos arrebataría, con veinte años de antelación, a un escritor de ley, sabiendo lo que cuesta restañar la cicatriz que nos deja en el planeta la ausencia de un hombre bueno.

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