www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Confucio
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Plofundo, plofilático y seleno Kung-tsé o Kung-Fu-Tsu, vaya, Confucio:

El domingo es el día que suelo dedicar a lo asiático, así que esta vez cambié el pato a la naranja por ir a ver una exposición donde se le recuerda y se le honra. No hay como ir a ver una exposición sobre usted un domingo de verano, y combinar así cultura con piezas arqueológicas y aire acondicionado.

Confusio

La mente y el cuerpo hacen una comunión tremenda, al punto que, durante toda mi visita, entre vasijas mohosas de algo que fue bronce candente, de las dinastías Ming, Tang, Ching y Zhou, rondaba mi molusco cerebral —ese ostión que el verano reduce a su mínima expresión— aquel himno de su país que aprendí en mi más tierna infamia y que dice: "Un chino cayó en un pozo/ las tripas se hicieron agua/ arré, pote pote pote/ arré, pote pote pá", a lo que siempre le agrego el estribillo cordial de "cubiquinqui", para marcar territorio. Yo era un oriental, con las tripas hechas agua, en el recordatorio con lustre de otro ilustre Oriental.

Confieso que sabía poco de su vida y obra, y ya que estamos en confianza, le confieso que salí de allí más confucio que nunca, así que no sé si le conozco o no, si entendí algo o no, y si su ética ha puesto su etiquética en mi alma, o no. No de balde, cuando observaba con sumo detenimiento y amena distracción una pieza de bronce arcaico —bastante parecida a una lata de sancocho— utilizada para ofrendas de carne, con el pícaro rabillo del ojo, leí en una pared estas palabras que se le atribuyen: "Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe; he aquí el verdadero saber".

Ahí mismo comencé a temblar como un sabueso bajo una lluvia de fémures. Intenté repetirla, aprenderla, fijarla, aprehenderla, presillarla, clavarla en mi alto mondongo, entrarle por algún lado sin cuchara, y mis neuronas dieron un vuelco enorme, agolpándose unas a otras —como las penas de Sindo— mientras se estremecía, como con fiebre, mi sabuesamenta. No escapé porque el aire acondicionado era realmente delicioso.

Pero me picó la curiosidad al ver otra frase suya en un muro sin lamentaciones. Ésta decía: "¿Uno que no sepa gobernarse a sí mismo, cómo sabrá gobernar a los demás?". Ahí mismo me entró como una calandraca en marea baja, y miré sigilosamente a mi alrededor, no fuera a ser que alguien reportara esa visita mía a la exposición de un chino disidente y me aplanaran a la salida, aunque fuera la Plaza de España y no Tianamén. Para colmo, en otra pared, en trazos firmes y castellanos, me esperaba esta otra: "Gobernar es rectificar".

Entonces descubrí que había nacido en Qufu, allá por el año 551, antes de Cristo, por supuesto. Tuvo que venir Cristo a este mundo para que los años caminaran hacia delante, y uno dejara de tener coágulos mentales con eso de que se murió usted en el 479 AC o DNE, habiendo nacido en el 551, que es como muy anterior al indio Hatuey, Alicia Alonso, los cigarros tupamaros, el pollo piloto y el malecón de tablas. Mucho antes que las tres calaveras que tenía Colón para ponerse bajo la piel durante el año.

Así supe también que en su tiempo vivieron también Lao Tsé (a quien usted le daba un poco de lao), Buda en las inmediaciones, y más para acá, pegado a la cicuta, Sócrates. De modo que aquella fue una época sabrosísima para el cerebelo, y el que no pensara, no sabía lo que se estaba perdiendo. El lema que imperaba era de su propia inspiración y rezaba: "Aprender sin pensar es inútil. Pensar sin aprender, peligroso", y no sé por qué me vinieron una cantidad de rostros y nombres de gente en mi país que por poco quemo la seda de un traje que había en vitrina.

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