Por esos años comenzaste a amar y a pecar, que parecen ser lo mismo en tus contradicciones, porque cuando te daba por lo amatorio, apagabas la palmatoria, lo hacías en grande, lanzándote como un tigre a lo más difícil, a lo prohibido, a lo imposible. Ya al final de tu vida, en medio de la nieve, donde circunstancias malignas y poco aclaradas te mandaron a apaciguar el solazo caribeño, narraste tu dolor a un cura amigo con estas palabras: "Hoy no siento más que esto, sólo para esto tengo alma, corazón y vida". Me parece estar oyendo, de fondillo musical, a Marco Antonio Muñiz poniéndole como estribillo: "esas tres cositas nada más te doy".
A tu regreso a la patria perdiste prenda. Con ese lustre que llevabas, ese olor inmundo a mundo o a mundo inmundo, se te fue la oportunidad de hacerte de un capital bastante provincial. Si tu cerebro hubiera sido menos impreciso y abarcador —¿o abracador?— con poner un taller de reparación del lenguaje tus ingresos habrían sido jugosos. Un cartelito que dijera, por ejemplo: "Tristán de Jesús, reparo erres y agrego eses", las morocotas iban solas a tu jubón, arrastrándose como jubos.
Es notorio el singular lenguaje que desde tiempos remotos se usa en aquellas comarcas que se extienden hasta Quisqueya —de Contramaetre a Punta Cana eh, eh, pasando por Boquerón—. Pero no, ya habías anunciado tu fatalidad en unos versos hermosos. Y cito un cacho, que es como decir que digo un fragmento: "Por eso fui ludibrio de la gente;/ rey de amor me llamaron todo un día/ con befas y saludo irreverente.// Y bajo la escolar fécula impía/ pedí el perdón como Jesús paciente:/ '¡Porque ignoraba, padre, lo que hacía!'".
No digo yo. Con esos argumentos a tiro —no olvidar lo de "un país que es todo sol y fuego"— y el de no saber para dónde tiraba el asno salvaje de tus instintos, arramblaste con cuanto se te atravesó, fuera escolar fécula o ludibrio social. Y en eso llegó el primer amor, que nadie entendió —como el último, que te trajo condena legal— porque partía de tu hondísima fe cristiana y aquel dulce grito que repetirían tanto, y en dos momentos diferentes, Jesucristo y Michael Jackson: "Dejad que los niños vengan a mí".
El primer amor tenía 13 añitos, y tú eras ya un zangaletón que se afeitaba el pecho con la culata de un arcabuz. Aunque he de decir en tu descargo que tus intenciones eran puras: el sagrado vínculo del matrimonio. Pero hubieras esperado, hombre. Al menos hasta que la muchacha, que era además tu prima, tuviera decentes ovarios, o varios lances indecentes, que a esa edad se mojan todavía las sábanas y se sueña con hadas madrinas, no con ogros padrinos.
Por eso, padre dijo néquete, pirulí, nicotina, y se armó un arroz con mango del que saliste con pocas muelas y muchos juicios, sin la muela del juicio, o desjuiciado molarmente, y ante los ojos del vulgo como hombre de disoluta molar, o un inmolar, si se quiere decir directamente. Hasta que llegó, sino un segundo amor, sí un matrimonio fructífero. Engrampaste a Doña Magdalena de Junquera, sobrina del conde Mirasol, que tuvo la decencia de dejarte viudo al año siguiente y premiado con hija a cuestas.
Ya había muerto también la prematura… perdón, con premura, Catalina Sánchez, la niña de aquel amor primero, así que la contamos como un anuncio de tu otra viudedad. A partir de entonces era muy peligroso arrimarse a tu sombra. Ya ibas teniendo bola de tipo gafe y se apostaban tus futuras apostasías. Lo apuesto, y me apuesto a su lado.
Viudo, letrado —ya sonaba tu nombre en las revistas capitalinas—, polemista, bajito, orejón, poseedor de cultura y nariz prominentes, con prosa florida y verbo inflamado —se te inflamaba mucho el verbo también, eras un caso— dejaste atrás la Isla, tal vez porque cuando la candela es brava, y el sol, el fuego y todas esas mojigangas que nos han hecho ser como somos, livianos, heroicos y olvidadizos. ¿El rumbo? España, donde bailarías más suiza que en Suiza.
Y ya que estamos emparejados en ese salto de Bayamo a la península, te propongo frenar el carro y echarle gasolina al caballo —el otro caballo anda muy falto de energías también— y continuar la charla en una semana, ahora que la cosa se está poniendo buena y estás a punto casi de deshabitarte los hábitos, con aquel sermón disparatado donde decías que la virgen María estaba buena cantidad.
Así lo pacto y firmo, y me voy menos tristán, para tomar mi medina,
Ramón |