www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
Parte 1/3
 
Carta a Pacho Alonso
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Simaleyesco bocucazo y pachuquero Pascasio Alonso Fajardo, Pacho:

Ha de ser que es julio por acá y hace un calor tremendo. Y también que compré café Pilón, o que sigo siendo un pilón, en julio como en enero, haya calor o frío. O quizá que me han regalado unos cojines que volvieron a sentarme directamente en el Scherezada, y eso despertó en mí un hambre olvidada de harina con boniato. O que esta mañana me sorprendí cantando, enérgico como un chino y paciente como un toro, aquello que pedías para que nadie te pusiera zancadillas en la culminación de los proyectos y que se titula Yo no quiero piedras en mi camino. La cosa es que, sigilosamente, en el aire barcilón de Barcelona, te has instalado en mi memoria.

P. Alonso

Por eso comencé a capilar y a capilar, y hasta me he dado cuenta —cosa que no me sucede con frecuencia— que en tu trayectoria musical fuiste sembrando, sin pensarlo, pautas para mi vida. Y un hijo de pauta como yo agradece que le encaminen su filosofía, porque primero se coge a un mentiroso que a Pedro el cojo, sujeto en cuya casa se practicaba una especie de machismo diferente, mandibular y en púa.

Fue precisamente ese simalé postrero el que me reveló las claves de una posible rebelión reveladora en todos tus actos. Tal vez haya sido inconsciente, pero, para un cerebelo tan pérfido como el mío —es casi un pánfilo cortante y constante— lanzar un grito de guerra como: "Vamos a comerno un macho/ en casa de Pedro el cojo…", era una declaración de libertad. Sobre todo sabiendo que el susodicho minusválido vivía en la región oriental que fue asolada por la fiebre porcina. Hacerlo sin restricciones gastronómicas, burlando orientaciones sanitarias, revelaba firmeza y desafío.

Entonces viajé al comencipio, que es la manera que tiene uno de viajar sin esperar la tarjeta blanca. Y el principio no eran aquellos almohadones a ras de piso del club nocturno, que tanto bien le hicieron a mi adolescencia en penumbras para mullir amores apresurados. Cojines que más tarde se hincharon, crecieron, y en plena dolarización se hicieron c… más grandes e inaccesibles para bolsillos insulares. No. La cosa había empezado en tu Santiago natal, mucho antes de que la ciudad fuera cuna y pan, y se perdieran la madera y la harina. Sobre el tema del gluten —o cernido— con tubérculo, volveré más tarde, que esa ventaja tiene también lo mental: no hay aduanas. Y al fin y al cabo, a cualquiera se le muere un tío.

Pagué peaje hasta tus ancestros. Es difícil hacerse un peaje, perdón, de un peaje hasta tiempos tan remotos y compadres, con padres como los tuyos, de procedencia y nombres como los que tuvieron. Así descubrí que tu mamá Luisa Fajardo fue, o era, o ejerció un tiempo como boricua. Hay gente que logra ejercer como boricua y le va muy bien. Otros lo padecen pareciéndolo. Se casó con tu progenitor, Longino Alonso, a pesar de su nombre, o tal vez porque pensó que era un seductor cual flor primaveral, y que tenía curvas que se admiraban despertando ilusión.

Quizá todo surgió por algunas sensuales líneas de su cuerpo hermoso. Pero, más que una línea, metió jonrones que vaciaron varias veces las bases, con su nombre orlado de belleza; así trajeron dieciséis hijos a este mundo tan sonoro. Fuiste el antepenúltimo, y heredaste aquella voz tan cristalina que logró, que en 1946, el acuarelista de la poesía antillana, Luis Carbonell —entonces sobraba la pintura— te llevara a un programa de aficionados en la CMKC de tu ciudad. Allí cantaste Lástima de ti, y te llevaste los aplausos del público. No sé dónde metiste los aplausos luego, pero estoy seguro de que no se te ocurrió devolverlos.

Un reciente estudio de un agnóstico paraguayo afirma que los nacidos en agosto son proclives a los aplausos. Les encantan. Cosechan tantos aplausos que luego no tienen dónde almacenarlos, y hay hasta a quien le entra la apatía. Y también existe quien ni siquiera dobla el lomo para cosecharlos. Pero tú trabajaste muy duro, como para que nadie olvidara —a pesar de que en la penumbra del Scherezada la gente solía ocuparse de otras cosas más corporales y cercanas— que habías venido al mundo un día casi ruta 22 del octavo mes, allá en 1928, cuando el pueblo decidido se recuperaba de los efectos del huracán que había virado patas arriba la ínsula un par de años antes. Como miembro de una familia con tantos miembros, había que intentar sacar pecho e irse de allí lo más pronto posible.

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