www.cubaencuentro.com Jueves, 20 de marzo de 2003

 
  Parte 3/3
 
Colonia: Ad infinitum
Entre dos espejos y un trago de Carta Plata. Divagaciones de un exiliado cubano en el carnaval teutón.
por JORGE A. POMAR
 

Ahora hallo que los negros, mulatos y blancos del documental no tienen tan mala traza: se ven saludables y parecen felices en su evidente penuria. En particular, los hombres del solar me traen a la mente esa mala vida light, bonachona, casi entrañable, tan característica de los bajos fondos habaneros en todos los tiempos. Lo que me lleva a recordar una observación paradójica del poeta revolucionario Georg Weerth, cuyo nicho funerario (qué solo estará ahora que ya no hay delegaciones de la RDA que cumplan el ritual de llevarle flores) aún se puede ver en los restos del antiguo cementerio Espada, cerca de la calle San Lázaro. Amigo de Carlos Marx y discípulo de Heinrich Heine, Weerth había llegado a La Habana vía Haití tras la derrota de la revolución de marzo de1848 (y de un desengaño amoroso) con el fin de hacer dinero fácil en la isla del azúcar. Antes que la fiebre amarilla devolviera ese mismo año su atribulado espíritu al Valhalla, el vate germano se asombra en una crónica del aspecto de los esclavos: "Trabajan 16 y más horas al día, son víctimas del látigo y los maltratos de los capataces... Y sin embargo están gordos, lucen saludables y hasta felices" (la cita está lejos de ser textual en la forma, pero lo es en el espíritu.) ¿Los habrá visto Weerth el Día de Reyes? ¿O serían los antepasados de esos negros felices que aparecen en el documental?

La historia se repite como un disco rayado, diría aquí el viejo Marx: unas veces como realidad y las otras como... carnaval. ¿U original y copia son ambos versiones inextricables del carnaval de la vida? ¿Cuándo o dónde empieza la ficción y termina la realidad? En mi sufrido viaje a La Habana me vino a la mente un cuento de Heinrich Böll en el que una anciana demente se empecina en eternizar una escena navideña hasta que toda su parentela acaba enloqueciendo. Por temor a volver a extraviarme en los laberintos de la grotesca ficción insular, regresé a la carrera a este otro carnaval eterno que es la tentativa de insertarse en una realidad foránea cuando ya se tienen más años de la cuenta. Recuerdo que el primer día que desperté en Alemania, lo primero que vi por la puerta de vidrio del fondo del ático de troncos pardos, con paredes y techo de impecable blancura, fue este idílico paisaje invernal: de una iglesia gótica rural salían o entraban sobre un césped manchado de nieve respetables parroquianos y parroquianas enfundados en sobretodos, algunos de ellos con sombrero alpino, unos primorosos niños rubios de ojos azules o grises correteando por el jardín a tres pasos de mi ventana, y una bella dama pelirroja empujando muellemente un cochecito infantil. Todo bajo el solemne repiquetear de las campanas de la iglesia. Confieso que por un momento me quedé mirando alucinado a mi interior con la esperanza de despertar de aquel sueño carnavalesco.

En fin, que en los 15 días que pasé en La Habana despertaba siempre pensando que lo que veían mis ojos debía ser una extrapolación cubana del cuento de Böll. Por contra, en Colonia, si bien cada vez menos, aún hay días en que tengo la extraña sensación de haberme colado inadvertidamente en un carnavalesco paisaje de invierno. En Cuba me siento en el "baile extraño" martiano. En Alemania me siento acaso más cubano. ¿Será esa la explicación de la frase que dice que una vez en el exilio siempre en el exilio? ¿O bastará con un cambio de régimen para que yo reencuentre mis raíces cubanas también en la tierra que me vio nacer? No lo sé. ¿Alguien lo sabe? Por lo pronto, aquí y allá finjo lo que no soy como en dos absurdos carnavales antípodas. Tal vez la única diferencia sea que en el extranjero lo normal es sentirse en el baile extraño.

El guión Jeannette Erazo Heufelder cierra magistralmente con un brindis del viejo Campoamor (un tipo que me convence), "por Hemingway y por todos los granujas de este mundo", entre los melancólicos arpegios de Veinte años en versión instrumental. Al final, me convence también el documental, me convenzo de la verdad de las cosas en sí y para mí, de todo lo que me rodea y de mí mismo en este mi exilio germánico. Alzo simultáneamente mi copa y echo a rodar gaznate abajo el tercer trago sin miseria ni mala conciencia en esta noche. Noto que el ron me ha despejado la garganta. El alcohol ha alcanzado su justa medida en mis venas. Me siento jubiloso. Sin pensarlo mucho ni poco, echo mano de sombrero, bufanda y abrigo, me encasqueto mi espléndida máscara de diablo colorao y salgo raudo hacia el restaurante Havana en la Neusserstrasse (donde del Oriente Próximo o Lejano preparan platos de Nilsa Villapol) a darme un buen baño de despelote, de masas desorbitadas, y a buscar a una dama disfrazada de Cleopatra, que es la mía. Hoy sólo renunciaré al tabaco, y eso porque es de Sumatra y no de Vuelta Abajo, que si no... Después de todo, la vida es un puñetero carnaval entre dos espejos que lo multiplican ad infinitum. Y el que no goza hoy lo más probable es que mañana se le extravíe otra vez la felicidad entre las incontables réplicas de los espejos. Pero de lo que sigue no les contaré nada. Tampoco puedo. Pues salgo en busca de mente en blanco, sí, de olvido y aturdimiento...

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