www.cubaencuentro.com Lunes, 04 de agosto de 2003

 
  Parte 1/2
 
Éxodo
Mil tragedias flotan en el Estrecho de la Florida. Cuba entera es una balsa a la deriva en el mar de la historia.
por MANUEL PEREIRA, Barcelona
 

La Habana y Barcelona son de un pájaro las dos alas, pero no reciben balas, ni reciben flores, en el mismo corazón. Ambas ciudades se parecen, entre otras cosas, porque están unidas al mar, aunque de manera muy distinta. La relación de La Habana con el mar siempre ha sido problemática, mientras que la Ciudad Condal siempre ha estado abierta al mar. Y todo esto tiene que ver con el hecho de que los cubanos somos los judíos de las postrimerías del siglo XX. Judíos errantes, quiero decir, por lo de la diáspora...

Malecón de La Habana
Malecón de La Habana: 'Mar Rojo tinto en sangre'.

Estamos ante una tragedia de dimensiones bíblicas. ¿Acaso no echaron al río al niño Moisés en una cestita de papiro, calafateada con betún y pez? Es lo que hicieron los balseros durante el "maleconazo", lanzándose al mar desde el diente de perro de las pocetas, o de Cojímar, todos en procesión por las calles habaneras, llevando a cuestas sus balsas —esos sarcófagos náuticos— como en un sepelio multitudinario.

Guardo tenazmente una foto muy triste que apareció en El País en aquellos días de 1994: la imagen de una risueña mulatica que dice adiós a la cámara con el agua a la cintura, mientras se adentra en el mar, rumbo a su balsa. Parece salida de la mitología yoruba de Ochún o de un mestizaje iconográfico con la Venus botticellesca.

Desgraciadamente esa foto siempre me hace pensar en la fiesta de los tiburones, y en El cementerio marino, de Valéry. O en Los náufragos de la Medusa, que pintó Géricault en 1819. Esos "balseros" franceses agitan trapos, gritan, imploran, mueren o meditan mientras la espuma arde entre los maderos de su balsa, acariciando el calcetín de un cadáver. Es la misma espuma que salpicará a Delacroix, tres años después, cuando pinta a Dante y Virgilio cruzando el lago infernal. Toda la cosmogonía del romanticismo francés parece confluir hoy en el Estrecho de la Florida.

Hace algunos años estuve en Cayo Hueso y un amigo quiso hacerme una foto allí, en el timbiriche improvisado al aire libre donde unos dominicanos —haciéndose pasar por cubanos— vendían caracolas y esponjas. Me negué rotundamente. El corazón se me encogió ante aquel letrero que dice: "90 miles to Cuba". No quería posar en aquel paisaje dominado por la muerte, como si fuera un turista japonés más. Mi amigo era alemán y, desde luego, jamás entendió nada.

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