www.cubaencuentro.com Viernes, 16 de enero de 2004

 
   
 
Nueva Jersey: El regocijo de la Navidad
Regalos, consumismo e hipocresía. ¿Y de Jesús qué?
por VICENTE ECHERRI
 

La Navidad es una fiesta llena de contradicciones. Por ser la tradición de más arraigo en Occidente, la que más fielmente se repite año tras año, y la que más en familia se celebra, su júbilo siempre se ve ensombrecido por la nostalgia: en toda cena navideña siempre pesa la ausencia de alguien o de algunos, el recuerdo de otras ocasiones semejantes, y, desde luego, la memoria de nuestra propia niñez que, sin duda, todo lo tiñe de hermosura. En Navidad, cualquier tiempo pasado siempre fue mejor.

Nacimiento
Natividad (El Bosco).

Por otra parte, en estos días, la Iglesia suele invitarnos a reflexionar, a meditar, con arrobo semejante al de los pastores y magos del relato evangélico, en el "misterio de la encarnación", uno de los fundamentos del mensaje cristiano; en tanto, las tradiciones mundanas de esta fiesta, y sus fieles aliados los comerciantes, nos invitan a la disipación y al derroche.

Desde el día siguiente al de Acción de Gracias hasta la medianoche del 24 —y en otros países hasta la víspera del Día de Reyes— la gente no cesa de comprar. Es la tiranía del regalo que, en muchos casos, lejos de ser una espontánea manifestación de afecto, se convierte en algo oneroso y ridículo. Hay que hacer regalos, por obligación social, aunque, en ocasiones, tenga poco que ver con aquellos a quienes se les da, y sea el resultado de un ajuste presupuestario de última hora, bastante ajeno a la amorosa intención que se supone acompañe a un auténtico obsequio.

A veces, muchas veces, en Navidad, se hacen regalos para salir del paso, para quedar bien, violentando el corazón y la economía. Y hay quienes incluso llegan a regalar a otros los presentes indeseados que les han hecho, acrecentando así la hipocresía y el mal gusto.

En mi niñez —que no pasó hace tanto— los regalos de Navidad eran casi exclusivamente para los niños, a quienes los Reyes Magos solían traer juguetes de un modo prodigioso que ponía en apuros a más de una familia. Los adultos intercambiaban regalos entre sí con bastante discreción y espontaneidad, sin que ninguna compulsión social los motivara; al menos así era en la Cuba precastrista, donde acaso algunos hábitos se conservaban "a la antigua".

Otra moda de esas que imponen los tenderos en contra de las buenas maneras es la de enviar tarjetas de Navidad a los compañeros de trabajo, amigos cercanos y vecinos, desvirtuando así el carácter original de esta tradición y creando obstrucciones innecesarias en el correo. Las tarjetas de Navidad son un recordatorio de amistad y afecto para las personas queridas a quienes no vemos, o para amigos o conocidos que viven lejos de nosotros y con quienes no tenemos ningún otro contacto durante el año. ¡Es casi una abominación enviar a alguien nuestros buenos deseos mediante una tarjeta si lo vemos con frecuencia y podemos expresárselos de viva voz!

El júbilo de la Navidad es un sentimiento que se arraigó profundamente en mí desde la infancia. Si tratara de explicarlo, diría que no depende de ninguno de los externalismos de la celebración, aunque se valga de ellos para expresarse. Es decir, no depende del árbol que adorno, ni de los regalos que doy o que me dan, ni de las fiestas navideñas a las que asisto, ni de la música tradicional que suena en las iglesias, ni siquiera de las iglesias. Depende —dicho sin ninguna beatería, que no creo padecer— de la persona cuyo natalicio conmemoramos, de Jesús.

Nunca he podido acercarme a esta persona sin emoción; si bien no siempre esa emoción podría llamarse religiosa. No es el exaltado Señor que nos promete el Reino de Dios, y a quien los evangelistas hacen ascender al Cielo del mismo modo que hoy lo haría una nave espacial, el que más me conmueve; ni son sus hazañas de taumaturgo las que más me sorprenden; sino el extraordinario ser humano que el Nuevo Testamento nos deja ver entre los mitos y leyendas que nutren su narrativa: un joven campesino judío de hace unos 2000 años, en quien, por designio o por azar, las condiciones que mejor definen la humanidad —amor, solidaridad, compasión, entrega— se manifestaron con una alteza incomparable. Ese hombre cambió para bien el destino histórico de toda la especie, y estableció, con su vida y sus palabras, un nuevo arquetipo que, hasta el presente, parece inalcanzable.

Frente a la enormidad de esa contribución, me resulta indiferente si un ángel vino a anunciar su llegada, o si su madre lo concibió virgen como insiste hasta hoy en predicar la Iglesia. Tampoco me importa si resucitó como nos han contado o si es verdad que nos espera, más allá de la muerte, la vida eterna que nos han prometido en su nombre.

En todos estos detalles hay ciertamente mucho lugar para la duda. Pero aun si prescindimos de estos elementos, la persona de Jesús se mantiene como la de aquel en quien la imagen y semejanza de Dios —al cual la tradición hebrea atribuía la creación del hombre— se manifestó con mayor transparencia.

Aunque casi seguramente Jesús no nació el 25 de diciembre —fiesta pagana en el imperio romano que la Iglesia incorporó al calendario con una nueva significación—, la Navidad es la ocasión anual para reflexionar y regocijarnos en el regalo que fue para la humanidad la vida de alguien que en todo nos fue tan superior como para poder llamarle —aun si en Dios no creyéramos— Dios con nosotros.

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