www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
Parte 2/3
 
Carta a José Antonio Saco (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Pero, antes de ponerle en el pico del aura el betún al Tacón, ya había usted lanzado aquel dardito poco dardivoso, que se titulaba: Memoria sobre caminos de la isla de Cuba, de 1829, premiado por la Sociedad Económica de Amigos del País, que le hizo hervir el hígado a los enemigos de los amigos, y que vivían también, casualmente, en el mismo país, con la ligera diferencia que eran los que mandaban, mangoneaban, mangaban y mongoleaban por los caminos de ese país con tan pocos amigos. Leyendo a golpe de águila —y San Rafael— comprendo que usted, como todo bayamés adicto a los incendios, no se quería la vida. Porque vamos a ver, dijo el del bastón, a quién se le ocurre hablar de caminos en una Isla donde todos desembocan en el agua. El maldito refrán —¿refrán de leche o pudín de calabaza cada uno pa' su casa?— que ilusiona al hombre recordándole lo de "todos los caminos conducen a Roma", en nuestra cubeta no funciona. Todos conducen a las oficinas de inmigración. Y otros llevan directos a Hialeah, en una onda muy cristiana, rielando sobre el líquido elemento. Eso que era aparentemente tan fácil en su época de montarse en un barquito y fuá, allí fumé, dejó de ser cierto. Abordar la borda es un suicidio infalible, y el material bélico lo pone el estado. Usted se monta fuera del monte, y el apunten fuego lo tiene seguro.

Por otra parte, y no se trata de determinismo geográfico, sino de pesimismo taíno: ¿qué vías que no fueran las de extinción podía recorrer una sociedad humana anclada en la recolección, con lo que cansa pasarse el puñetero día de agro en agro a ver qué se pega? Los indocubanos indocumentados llevaban un atraso de casi 30.000 años con respecto al Hombre de Neardenthal, ése que ahora dicen nunca existió. Claro que tampoco conocían a la gente de Atapuerca —en la Isla siempre hemos estado un poco atrás en la cosa informativa—. Y también, bien mirado con filosofía, de poco les habría servido la referencia, a no ser para acomplejarse, en vez de sentir en ello un reto. O la noticia habría creado un grave problema migratorio: Cacocún-Atapuerca, sin escala en Madrid. Estar sin papeles en cualquier ciudad de la Edad Media es algo que me eriza solamente de imaginarlo. Mire usted los resultados evolutivos: nuestros alieindígenas practicaron poco la escultura, el barro y la talla. La talla se desarrolló muchísimo más tarde entre los nuevos pobladores, fundamentalmente en su variante conocida como "el talle", que es raspar para conseguir algo. A lo más consolador que llegaron ciertos naboríes, sin titularse en el ISA, fue a elaborar un cemí de madera que ahora está por un museo de Holguín. Los hacían también de yuca, y es el antecedente más cercano y conocido de los actuales buñuelos. Todos representaban a un indio con cara de estreñimiento o cólera, conocido en el mundo de la burundanga y las cosaeloselementos como Yocahú Bagua Maorocoti, que no es italiano niná niná, sino Señor de los Cielos, siá mayajigua. Siempre lo representan con cara de pocos amigos, falo de América toda, como si le hubiera salido mal algún plan quinquenal de producción de casabe, o por alguna maniobra infame de la mafia caribe.

Todas estas reflexiones, que usted pensará —con todo derecho— no tienen hilo o henequén por dónde atraparlo, o cuya cabuya ninguna relación relevante poseen con su persona, se me ocurrieron pensando en esos caminos que aparecen en su estudio. Se me ocurrió hacer con ello un saco de yute, tal vez por aquello de que José Antonio era el hombre del Saco. Pues, y perdóneme de nuevo la mala digresión, que yo soy muy estomacal para estas conclusiones, ¿qué autopista puede diseñar un pueblo que, según testimonio certero de uno de sus sobrevivientes, se pasaba el día en lo puramente agro-alfarero, y cuando masticaba fibra era del primer roedor que se dejaba ensartar? ¿Tal vez porque alroedor no había otro bicho? Mire lo que dicen de esa raza y sus ocupaciones: "La pasaban en un fresco y umbroso valle, descansando de día en espera de la puesta del sol. Y al caer la tarde, aprovechando las protectoras sombras de la noche, salían 'a pasearse y hacer fiesta', bailando sus areítos a la luz de la luna, saboreando la dulce pulpa de la guayaba y visitando a sus prójimos en las hamacas para gozar del no menos dulce goce del amor sensual". ¿Ve? Eso no ha cambiado casi nada, así que no hay que pensar en carreteras. Bueno, sí, algo se ha trastocado en esa vida: encontrar una guayaba es de guardarraya. Y si no es legal, te hacen dulce pulpa, por tu pulpa. Lo sé por los datos de un reciente Senso de morosos amorosos.

Este idílico transcurrir cotidiano, que me hace pensar que los taínos estaban loquitos porque los descubrieran y los anexaran, me ha remitido a otro de sus polémicos escritorios, ese donde volvió a meter la pezuña en la roncha: Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba, de 1831. ¡Salvaje! ¡Volado! ¡Sabroseado! ¡Saoco de Guanabacoda! ¡ Melado de Oficoa! Confieso que no he leído tal Memoria, pero si mi memoria no me falla, tras la turística vida de los indios pasaron más cosas. De ello tengo un vago recuerdo. Y si comenzamos a hablar de recuerdos vagos, creo que por ahí podría hacerse una nueva memoria sobre la vagancia en la Isla, porque olvidamos con sabrosísima rapidez, tal vez por retardado efecto de la pulpa de aquellas guayabas que hoy son puramente ministeriales, repletas de aire y tan candorosas que el mundo pica y traga, desmemoriado. Es falso que desde entonces el cubano le haya zafado el cuerpo a la pega, curralo, curro, laburo, pincha o noble labor. Quizá piense, con sana razón, que si el trabajo es salud, que trabajen los enfermos. ¿Será para eso que ahora inventaron lo del médico de la familia? Hummm.

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