www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
Parte 2/3
 
Carta a Peter Pan
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Seguramente ese detalle no lo tuvo en cuenta tu creador, aquel insigne señor e inglés, James Matthew Barrie, que te sacó de sus ingles en su barrie londinense para que miles de niños intentaran imitarte echando polvos para volarse, y decidieran no crecer, un poco como yo, que sabía que era esa la única posibilidad de evitar ser reclutado por el Servicio Militar Obligatorio. Sucedió allá en 1902, cuando nuestros abuelos se entusiasmaban con La República y la Materva, y apareciste en un librillo titulado El pequeño pájaro blanco, que no hay que confundir con lechuza ni con zunzúndamba, pájaro lindo de la madrugá. Pero ya en 1904, tal vez haciendo un simil bastante metafórico con la economía futura de Cuba y las limitaciones de Estrada Palma, Barrie abarrietió los estantes con su versión más sólida y harinosa: Peter Pan o el muchacho que nunca crecería para arriba, en una infame traducción a nuestro lenguaje que también pudiera leerse como Pedro Cazuela o a Cachita le da la gana, por su empecinamiento en bajar para abajo y no subir la estatura para arriba. Si un niño se empeña en no crecer, tiene dos opciones:  se convierte en un infante bastante difunto con respecto a su edad, peligroso para la sociedad, inquieto y molesto para padres, madréporas y profesóredes, o termina, como sucede con la gran mayoría, siendo un completo y bien dotado imbécil que no sabe qué hacer con ese cuerpo tan grande y con las cuchillas Astras. Es el gran peligro de una imaginación desbordada: marca, sella, tatúa, señala, tarja, distingue, estampa, puntea, carimba, mela, ferretea, estigmatiza y estampilla. Y que conste que todos son sinónimos de que te hacen la vida un yogurt. Todas las cosas de infanticidio llevan a eso, y esa es la razón primera de la existencia de múltiples Herodes en este mundito demasiado gonzález. Los Herodes se dan como el romerillo. Sobre todo los Herodes Prisioneros del Imperio.

Cuando uno decide ser niño seriamente, con entusiasmo revolucionario, con espíritu de victoria, se toma muy en lactantemente todas las cosas que envuelven ese período deslactado. Como los cuentos. Entonces viene el electroshock, porque uno shocka con la tremenda carga erótica de Caperucita roja —siempre el maldito tinte ideológico, cará— y con Rumpelstikin, que bajan una crueldad casi al mismo nivel de Barbazul. ¿Y qué me dices de Cenicienta? Uno termina odiando ser empleado del hogar, o el trabajar de león en la recogida de basura. Hay cuentos que te barrenan el cocorioco, y debe Andersen con mucho cuidado, provocan Grimm. Mira la guapería que transmite El sastrecillo valiente, o la envidia que provoca La bella durmiente, con esos cien años de lucha en el lecho, sin sumarle las implicaciones políticas, y de mala uva, que representa ese reino detenido durante toda una centuria. No cuento aquí lo de Máshenka y el Oso, porque era un dibujo desanimado, mas, puedo hablarte de los peligros y las venenosas interpretaciones que sembrarían en la inocente e insondable alma de un niño —como yo, sin ir más lejos— una narración infanticida al estilo de El camarón encantado, que seguí siempre al pie de la lepra, pero con variantes de mi cosecha personal: no le pedía deseos a un camarón. Deseaba al crustáceo con todas las fuerzas de mis juegos gástricos.

Y no te cuento lo que deforman ciertas canciones, supuestamente escritas y cantadas por adultos que odian haber llegado a esa edad provecta. Dime tú si esto no es letal: ¿Cuánto me das marinero?/ ¿cuánto me das marinero,/ porque te saque del agua, sí, sí,/ porque te saque del agua? Si leemos con la deformación profesional que nos legó Freud, y damos por sentado que la metáfora "sacar del agua" es salvar una urgencia, o evacuar necesidades sexuales perentorias —muy común en el caso de los marinos— la inocente canción es un himno de pura jinetería, putería verbenera, porque está planteado de antemano el comercio, dado por la relación precio—servicio. ¿Cómo te cae en la capucha? O aquello tan zalamero, impúdico y poco dietético que rezaba: Componte, niña, componte/ que ahí viene tu marinero... ¿no es más de lo mismo? Claro que este cántico infantílico tenía una segunda atrofia donde decía: los pollos de mi cazuela,/ no son para mi comer/ que son para una viudita/ que los sabe componer, un obtuso llamamiento a la renuncia alimentaria en una existencia llena de solidaridad y entrega, que no me extraña la cantidad de gente que luego crece dispuesta a echarse a la mala viuda. Se empieza renunciando a un ave de corral y luego te quitan una libra de azúcar, te extirpan dos huevos del cuerpo y de la dieta, te extraen la mantequilla, media libra de aceite, y se te ablanda el ánimo, hasta conformar un conformismo tan normal y habitual, que se te echa a los pies el perro sin tripas y ni siquiera lo espulgas.

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